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La riqueza del ser - museo de Historia Natural de Londres




En el Museo de Historia Natural de Londres, aquí y allá, en huecos y recodos alo largo de los pasillos en penumbra, entre vitrinas de minerales y huevos de avestruz y un siglo o así más de provechoso revoltijo, hay puertas secretas… al menos secretas en el sentido de que no hay nada en ellas que atraiga la atención del visitante. De vez en cuando, tal vez puedas ver que alguien con el aire distraído y el cabello curiosamente rebelde, que caracterizan al investigador, sale de una de las puertas y se lanza pasillo abajo, probablemente para desaparecer por otra puerta que hay un poco más allá, pero se trata de un acontecimiento relativamente raro. Durante la mayor parte del tiempo, esas puertas están cerradas, sin que haya el menor indicio de que tras ellas exista otro Museo de Historia Natural (uno paralelo) tan grande como el que conoce y adora el público, y en muchos sentidos más maravilloso aún.

El Museo de Historia Natural contiene unos 70 millones de objetos de cada reino de la vida y cada rincón del planeta, con otros 100.000 o así que se añaden cada año a la colección, pero sólo entre bastidores llegas a hacerte una idea de los tesoros que encierra. En armarios y vitrinas y largas habitaciones llenas de estanterías atestadas se guardan decenas


de miles de animales encurtidos en frascos, millones de insectos clavados en cuadrados de cartulina, cajones de brillantes moluscos, huesos de dinosaurios, cráneos de humanos primitivos, interminables carpetas de plantas cuidadosamente prensadas. Es algo así como pasearse por el cerebro de Darwin. Sólo la sala delalcohol contiene 2.4 kilómetros de estanterías con tarros y tarros de animales conservados en alcohol metilado.

Allí detrás hay especímenes recogidos por Joseph Banks en Australia, por Alexander von Humboldt en la Amazonia y por Darwin en el viaje del Beagle… y mucho más que es o muy raro o históricamente importante o ambas cosas. A muchas personas les encantaría poder ponerles las manos encima a esas cosas. Unas cuantas lo hacen realmente. En 1954 el museo adquirió una notable colección ornitológica procedente del patrimonio de un devoto coleccionista llamado Richard Meinertzhagen, autor de Birds of Arabia [Pájaros de Arabia j, entre otras obras eruditas. Meinertzhagen había sido usuario asiduo del museo durante muchos años, acudía a éste casi a diario a tomar notas para sus libros y monografías. Cuando llegaron las cajas, los conservadores se apresuraron a abrirlas deseosos de ver lo que les había dejado y descubrieron sorprendidos, por decirlo suavemente, que un grandísimo número de especímenes llevaba la etiqueta del propio museo. El señor Meinertzhagen se había pasado años proveyéndose allí de ejemplares para sus colecciones. Eso explicaba su costumbre de llevar un abrigo largo hasta cuando hacia calor.

Unos años más tarde se sorprendió a un viejo y encantador habitual del departamento de moluscos («un caballero muy distinguido», me dijeron), introduciendo valiosas conchas marinas en las patas huecas de su andador. -No creo que haya nada aquí que no codicie alguien en algún sitio-me explicó Richard Fortey con aire pensativo, mientras me guiaba por ese mundo seductor que es la parte oculta del museo.

Recorrimos muchos departamentos, donde había gente sentada a grandes mesas haciendo tareas de investigación que exigían intensa concentración con artrópodos, hojas de palma y cajas de huesos amarillentos. Había por todas partes un ambiente de meticulosidad pausada, de gente consagrada a una tarea gigante que nunca podía llegar a terminarse y en la que tampoco había que precipitarse. Yo había leído que el museo había publicado en 1967 su informe sobre la expedición de John Murray, una investigación que se había hecho en el océano Índico, cuarenta y cinco años después de que la expedición hubiese concluido. Se trata de un mundo en el que las cosas se mueven a su propio ritmo, incluido un pequeño ascensor que Fortey y yo compartimos con un anciano con aspecto de científico, con el que Fortey charló cordial y familiarmente mientras subíamos a una velocidad parecida a la de los sedimentos cuando se asientan.

Después de que el hombre se fue, Fortey me dijo: Es un tipo muy agradable que se llama Norman y que se ha pasado cuarenta y dos años estudiando una especie vegetal, el hipericón. Se jubiló en 1989, pero sigue viniendo todas las semanas.

sCómo puedes pasarte cuarenta y dos años con una especie vegetal? -pregunté.

Es tremendo, sverdad? -coincidió Fortey; se quedó un momento pensando y añadió-: Parece ser que es una persona muy concienzuda.

La puerta delascensor se abrió revelando una salida tapiada con ladrillos. Fortey pareció sorprenderse: -Qué raro -dijo-. Ahí detrás era donde estaba Botánica… Pulsó el botón de otro piso y acabamos encontrando el camino que nos llevaría a Botánica, a través de unas escaleras que había al fondo y de un discreto recorrido por más departamentos donde había investigadores trabajando amorosamente con objetos que, en otros tiempos, habían estado vivos. Y así fue como fui presentado a Len Ellis y al silencioso mundo de los briofitos… musgos para el resto de nosotros.

Cuando Emerson comentó poéticamente que los musgos prefieren el lado norte de los árboles («El musgo sobre la corteza del bosque era la Estrella Polar en las noches oscuras») se refería en realidad a los líquenes, ya que en el siglo XIX no se distinguía entre unos y otros. A los auténticos musgos no les importa crecer en un sitio u otro, así que no sirven como brújulas naturales. En realidad, los musgos no sirven para nada. «Puede que no haya ningún gran grupo de plantas que tenga tan pocos usos, comerciales o económicos, como los musgos», escribió Henry S. Conard, tal vez con una pizca de tristeza, en How to Know the Mosses and Liverworts [Cómo reconocer los musgos buenos para el hígado], publicado en 1956 y que aún se puede encontrar en muchas estanterías de bibliotecas como casi la única tentativa de popularizar el tema.

Son, sin embargo, prolíficos. Incluso prescindiendo de los líquenes, el reino de las briofitas es populoso, con más de10.000 especies distribuidas en unos 700 géneros. El grueso e imponente Moss of Britain and Ireland [Musgos de Inglaterra e Irlanda] de A. J. E. Smith tiene 700 páginas, e Inglaterra e Irlanda no son países que sobresalgan por sus musgos, ni mucho menos.

En los trópicos encuentras la variedad4 -me explicó Len Ellis.

Es un hombre enjuto y calmoso, que lleva veintisiete años en el Museo de Historia Natural y que es conservador del departamento desde 1990.

En un sitio como la selva tropical de Malasia, puedes salir y encontrar nuevas variedades con relativa facilidad. Yo mismo lo hice hace poco.

Bajé la vista y había una especie que nunca había sido registrada. -sAsí que no sabemos cuántas especies hay aún por descubrir? -Oh, no. Ni idea.

Puede que te parezca increíble que haya tanta gente en el mundo dispuesta a dedicar toda una vida al estudio de algo tan inexorablemente discreto, pero lo cierto es que la gente del musgo se cuenta por centenares y se toma muy a pecho su tema.

-Oh, sí -me dijo Ellis-, las reuniones pueden llegar a ser muy movidas a veces.

Le pedí que me diese un ejemplo de discusión.

-Bueno, aquí hay una que nos ha planteado uno de nuestros compatriotas -dijo, con una leve sonrisa, y abrió una voluminosa obra de consulta que contenía ilustraciones de musgos cuya característica más notable para el ojo no ilustrado era la asombrosa similitud que había entre todos ellos.

-Éste -dijo, señalando un musgo-, era antes un género, Drepanocladus.

Ahora seha reorganizado en tres: Drepanocladus,Warnstorfia y Hamatacoulis.

-sY eso hizo que hubiese bofetadas? -pregunté, tal vez con una leve esperanza de que así fuese.

-Bueno, tenía sentido. Tenía mucho sentido. Pero significaba tener que volver a ordenar un montón de colecciones y
poner al día todos los libros, así que, bueno, en fin, hubo algunas protestas.

Los musgos plantean misterios también, me explicó. Un caso famoso (famoso para la gente del musgo, claro) es el relacionado con un esquivo tipo de espécimen, Hyophila stanfordensis, que se descubrió en el campus de la Universidad de Stanford, en California, y más tarde se comprobó que crecía también al borde de un sendero de Cornualles, pero que nunca se ha encontrado en ningún punto intermedio. La pregunta que se hace todo el mundo es cómo pudo nacer en dos lugares tan desconectados.

-Ahora se le conoce como Hennendiella stanfordensis -dijo Ellis-. Otra revisión.

Asentimos cavilosamente.

Cuando se descubre un nuevo musgo hay que compararlo con todos los demás para cerciorarse de que no está ya registrado. Luego hay que redactar una descripción oficial, preparar ilustraciones y publicar el resultado en una revista respetable. El proceso completo raras veces lleva menos de seis meses. El siglo xx no fue un gran periodo para la taxonomía de los musgos. Gran parte del trabajo se dedicó en él a aclarar las confusiones y repeticiones que había dejado tras él el siglo XIX.

Ese siglo fue la época dorada de la recolección demusgos. (Has de saber que el padre de Charles Lyell era un gran especialista en musgos.) Un inglés llamado George Hunt se dedicó con tal asiduidad a buscar musgos que es probable que contribuyese a la extinción de varias especies. Pero gracias a sus esfuerzos la colección de Len Ellis es una de las más completas del mundo. Los 780.000 especímenes con que cuenta están prensados en grandes hojas dobladas de papel grueso, en algunos casos muy viejo, y cubierto con los trazos delgados e inseguros de la caligrafía decimonónica. Por lo que sabemos, algunos de ellos podrían haber estado en las manos de Robert Brown, el gran botánico del siglo XIX, descubridor del movimiento browniano y del núcleo de las células, que fundó y dirigió el departamento de botánica del museo durante sus primeros treinta y un años de existencia, hasta 1858, en que murió. Todos los especímenes están guardados en viejos y lustrosos armarios de caoba, tan asombrosamente delicados que hice un comentario sobre ellos.

-Oh, ésos eran de sir Joseph Banks, de su casa de Soho Square -dijo Ellis despreocupadamente, como si identificase una compra reciente de Ikea-. Los mandó hacer para guardar sus especímenes del viaje del Endeavour.

Contempló los armarios cavilosamente, como si lo hiciera por primera vez en mucho tiempo.

-No sé cómo acabarnos nosotros con ellos, en briología-añadió.

Era una revelación sorprendente. Joseph Banks fue el botánico más grande de Inglaterra y el viaje del Endeavour (es decir, aquel en el queel capitán Cook cartografió el tránsito de Venus en 1769 y reclamó Australia para la corona británica, entre un montón de cosas más) fue la expedición botánica más grande de la historia. Banks pagó 10.000 libras, unos 400.000 euros en dinero de hoy, para poder participar, y llevar a un grupo de nueve personas (un naturalista, un secretario, tres dibujantes y cuatro criados) en una aventura de tres años viajando alrededor del mundo. Quién sabe lo que haría el campechano capitán Cook con semejante colección aterciopelada y consentida, pero parece que le cayó bastante bien Banks y que no pudo por menos de admirar su talento botánico, un sentimiento compartido por la posteridad.

Jamás ha logrado un equipo botánico mayores triunfos ni antes ni después. Se debió en parte a que el viaje incluía muchos lugares nuevos o poco conocidos (Tierra del Fuego, Tahití, Nueva Zelanda, Australia, Nueva Guinea), pero, sobre todo, a que Banks era un investigador astuto y de gran inventiva. Aunque no pudo desembarcar en Río de Janeiro debido a una cuarentena, anduvo hurgando en una bala de pienso enviada desde tierra para el ganado del barco e hizo nuevos descubrimientos. Nada parecía escapar a su atención. Volvió con 30.000 especímenes de plantas en total, entre ellas 1.400 nunca vistas hasta entonces. Lo suficiente para aumentar en un 25 % aproximadamente el número de plantas conocidas en el mundo.

Pero el gran botín de Banks era sólo una parte del total de lo que fue una época casi absurdamentecodiciosa. La recolección de plantas se convirtió, en el siglo XVIII, en una especie de manía internacional. La gloria y la riqueza aguardaban por igual a quienes eran capaces de encontrar nuevas especies, y botánicos y aventureros hacían los esfuerzos más increíbles para satisfacer el ansia de novedad horticultural del mundo. Thomas Nuttall, el hombre que puso nombre a la wisteria por Gaspar Wistar, llegó a Estados Unidos como un impresor sin estudios, pero descubrió que le apasionaban las plantas y se fue hasta la mitad del país y regresó recolectando centenares de ellas de las que no se había tenido noticia hasta entonces. John Fraser, cuyo nombre lleva el abeto Fraser, se pasó años recorriendo bosques y estepas para recolectar plantas por encargo de Catalina la Grande y, cuando regresó al fin, se enteró de que Rusia tenía un nuevo zar que le consideraba un loco y se negaba a cumplir el acuerdo al que Catalina había llegado con él. Así que se llevó todo a Chelsea, donde abrió un vivero y se ganó muy bien la vida vendiendo rododendros, azaleas, magnolias, parra virgen, ásters y otras plantas coloniales exóticas a una aristocracia inglesa encantada de adquirirlas.

Podían obtenerse sumas enormes con los hallazgos adecuados. John Lyon, un botánico aficionado, se pasó dos duros y peligrosos años recolectando especímenes, pero obtuvo casi 84.000 euros en dinero de hoy por sus esfuerzos. Hubo, sin embargo, muchos que lo hicieron sólo por amor a la botánica. Nuttall donó la mayor parte de lo queencontró a los Jardines Botánicos de Liverpool. Acabaría siendo director del Jardín Botánico de Harvard y autor de la enciclopedia Genera of North American Plants [Género de las plantas de Norteamérica] (que no sólo escribió sino que en gran parte también editó). Y eso sólo por lo que se refiere a las plantas. Estaba también toda la fauna de los nuevos mundos: canguros, kiwis, mapaches, linces rojos, mosquitos y otras curiosas formas que desafiaban la imaginación.

El volumen de vida de la Tierra era aparentemente infinito, como comentaba Jonathan Swift en unos versos famosos: Así una pulga, nos indican los naturalistas, tiene otras más pequeñas que hacen presa en ella y éstas, a su vez, otras más pequeñas que las picotean. Y así sigue el proceso ad infinitum.

Esta nueva información tenía que archivarse, ordenarse y compararse con lo que ya se conocía. El mundo necesitaba desesperadamente un sistema viable de clasificación. Por suerte había un hombre en Suecia que estaba en condiciones de proporcionarlo. Se llamaba Carl Linné (lo cambió más tarde, con permiso, por el más aristocrático Von Linné), pero hoy se le recuerda por la forma latinizada Carolus Linnaeus o Linneo. Nació en 1707 en la aldea de Ráshult, en la Suecia meridional, hijo de un coadjutor luterano pobre pero ambicioso, y fue un estudiante tan torpe que su exasperado padre le colocó como aprendiz de zapatero (o, según algunas versiones, estuvo a punto de hacerlo). Horrorizado ante la perspectiva de desperdiciar la vidaclavando tachuelas en el cuero, el joven Linné pidió otra oportunidad, que le fue concedida, y a partir de entonces no dejó nunca de obtener distinciones académicas. Estudió medicina en Suecia y en Holanda, aunque fue el mundo de la naturaleza lo que se convirtió en su pasión. A principios de la década de 1730, aún con veintitantos años, empezó a elaborar catálogos de las especies de vegetales y animales del mundo, utilizando un sistema ideado por él, y su fama fue aumentando gradualmente. Pocas veces ha habido un hombre que se haya sentido más cómodo con su propia grandeza. Dedicó una gran parte de su tiempo de ocio a escribir largos y halagadores retratos de sí mismo, proclamando que nunca había habido «un botánico ni un zoólogo más grande» que él y que su sistema de clasificación era «el mayor logro en el reino de la ciencia». Propuso, modestamente, que su lápida llevase la inscripción Princeps Botanicorum (príncipe de los botánicos). Nunca fue prudente poner en tela de juicio sus generosas autovaloraciones. Los que lo hacían podían encontrarse con hierbas bautizadas con sus nombres.

Otro rasgo sorprendente de Linneo fue una preocupación pertinaz (a veces uno podría decir que febril) por la sexualidad. Le impresionó particularmente la similitud entre ciertos bivalvos y las partes pudendas femeninas. A las divisiones del cuerpo de una especie de almeja le dio los nombres de «vulva», «labios», «pubes», «ano» e «himen». Agrupó las plantas según la naturaleza de sus órganos reproductores ylas dotó de un apasionamiento fascinantemente antropomórfico. Sus descripciones de las flores y de su conducta están llenas de alusiones a «relaciones promiscuas», «concubinas estériles» y «lecho nupcial». En primavera escribió en un pasaje muy citado: El amor llega incluso a las plantas. Machos y hembras… celebran sus nupcias… mostrando, por sus órganos sexuales, cuáles son machos y, cuáles son hembras. Las hojas de las flores sirven como un lecho nupcial, dispuesto gloriosamente por el Creador, adornado con excelsos cortinajes y perfumado con suaves aromas para que el novio pueda celebrar allí sus nupcias con la novia con la máxima solemnidad. Una vez dispuesto así el lecho, es el momento de que el novio abrace a su novia amada y se entregue a ella.

Llamó a un género de plantas Clitoria. Mucha gente lo consideró extraño, lo que no es sorprendente. Antes de Linneo se daban a las plantas nombres que eran ampliamente descriptivos. El guindo común se denominaba Physalis amno ramosissime ramis angulosis glabris foliis dentoserratis. Linneo lo abrevió en Physalis angulata, que aún sigue usándose. El mundo vegetal estaba igualmente desordenado por incoherencias de denominación. Un botánico podía no estar seguro de si Rosa sylvestris alba cum rubore, folio glabro era la misma planta que otros llamaban Rosa sylvestris inodora seu canina. Linneo resolvió el problema llamándola simplemente Rosa canina. Efectuar estas extirpaciones útiles y agradables para todos exigía mucho más que sersimplemente decidido y resuelto. Hacía falta un instinto (un talento, en realidad) para localizar las características destacadas de una especie.

El sistema de Linneo está tan bien establecido que casi no podemos concebir una alternativa, pero antes de él, los sistemas de clasificación solían ser extremadamente caprichosos. Podían clasificarse los animales siguiendo el criterio de si eran salvajes o estaban domesticados, si eran terrestres o acuáticos, grandes o pequeños, incluso si se consideraban nobles y apuestos o vulgares e intrascendentes. Buffon ordenó los animales en función de su utilidad para el hombre. Apenas se tenían en cuenta las características anatómicas. Linneo convirtió en la tarea de su vida rectificar esa deficiencia, clasificando todo lo que estaba vivo de acuerdo con sus atributos físicos.

La taxonomía (es decir, la ciencia de la clasificación) nunca ha mirado atrás. Todo esto llevó tiempo, claro. La primera edición de su gran Systema naturae9 de 1735 sólo tenía 14 páginas. Pero creció y creció hasta que, en la doceava edición (la última que Linneo viviría para ver), abarcaba ya tres volúmenes y 2.300 páginas. Al final nombraba o reseñaba unas 13.000 especies de plantas y animales. Otras obras fueron más amplias aún (los tres volúmenes de la Historia Generalis Plantarum que publicó John Ray en Inglaterra, completada una generación antes, incluía nada menos que 18.625 especies sólo de plantas) pero en lo que nadie podía igualar a Linneo era en coherencia, orden, sencillezy sentido de la oportunidad. Aunque su obra date de la década de 1730, no llegó a conocerse de forma generalizada en Inglaterra hasta la década de 1760, justo a tiempo para convertir a Linneo en una especie de figura paterna para los naturalistas ingleses. En ningún lugar se adoptó su sistema con mayor entusiasmo (ése es, en parte, el motivo de que la Sociedad Linneana tenga su sede en Londres y no en Estocolmo).

Linneo no era infalible. Incluyó animales míticos y «humanos monstruosos», cuyas descripciones, hechas por los hombres de mar y por otros viajeros imaginativos, aceptó crédulamente. Entre ellos había un hombre salvaje, Horno ferus, que caminaba a cuatro patas y aún no había dominado el arte de hablar, y Horno caudatus, «hombre con cola ». Pero se trataba, no debemos olvidarlo, de una época mucho más crédula. Hasta el gran Joseph Banks se tomó un vivo y cándido interés por una serie de supuestos avistamientos de sirenas en la costa escocesa a finales del sigloXVIII. Sin embargo, los fallos de Linneo quedaron compensados en su mayor parte por una taxonomía sólida y a menudo brillante. Supo darse cuenta, entre otros aciertos, de que las ballenas pertenecían junto con las vacas, los ratones y otros animales terrestres comunes al orden de los cuadrúpedos (más tarde cambiado por mamíferos), clasificación que nadie había hecho antes.

Linneo intentó, al principio, asignar a cada planta un nombre de género y un número (Convolvulus 1, Convolvulus 2, etcétera.) Pero se dio cuentaenseguida de que eso no era satisfactorio y se inclinó por la forma binaria, que sigue siendo la base del sistema.

Su primera intención fue utilizar el sistema binario para rocas, minerales, enfermedades, vientos… todo lo que existía en la naturaleza. No todo el mundo adoptó el sistema entusiásticamente. A muchos les molestó su tendencia a la procacidad, lo que resultaba un tanto irónico, ya que antes de Linneo los nombres vulgares de muchas plantas y animales habían sido bastante groseros. En inglés, el diente de león se conoció popularmente, durante mucho tiempo como «mea en la cama» por sus supuestas propiedades diuréticas, y otros nombres de uso cotidiano incluían pedo de yegua, damas desnudas, orina de perro y culo abierto. Uno o dos de estos apelativos vulgares deben de sobrevivir aún en inglés. El «cabello de doncella» del musgo que se llama en inglés así, por ejemplo, no se refiere al pelo de la cabeza de la mujer. De todos modos, hacía mucho que se creía que las ciencias naturales se dignificarían apreciablemente con una dosis de denominación clásica, así que causó cierta decepción al descubrir que el autoproclamado príncipe de la botánica salpicase sus textos con designaciones como Clitoria, Fornicata y Vulva.

Con el paso de los años, muchos de estos nombres se desecharon discretamente (aunque no todos, la llamada en inglés «lapa zapatilla» aún recibe a veces la denominación oficial de Crepidula fornicata) y se introdujeron muchos otros perfeccionamientos a medida que lasciencias naturales se fueron especializando más. El sistema se reforzó sobre todo con la introducción gradual de jerarquías adicionales.

Genus (plural genera) y species habían sido utilizados por los naturalistas más de cien años antes de Linneo, y orden, clase y familia, en sus acepciones biológicas, empezaron a usarse en las décadas de 1750 y 1760. Pero filum no se acuñó hasta i 876 (lo hizo el alemán Ernst Haeckel), y familia y orden se consideraron intercambiables hasta principios del siglo XX. Los zoólogos utilizaron durante un tiempo familia donde los botánicos situaban orden, para esporádicas confusiones
de casi todos.( Diremos a modo de ejemplo que los humanos estamos en el dominio eucaria, en el reino de los animales, en el filum de los cordados, en el subfilum de los vertebrados, en la clase de los mamíferos, en el orden de los primates, en la familia de los homínidos, en el género Homo, en la especie sapiens. (Se me informa que en la forma convencional se escriben en cursiva los nombres de género y especie, pero no los de las divisiones superiores.) Algunos taxonomistas emplean más subdivisiones: tribu, suborden, infra-orden, parvorden, etcétera. (N. del A.)

Linneo había dividido el mundo animal en seis categorías: mamíferos, reptiles, aves, peces, insectos y «vermes» o gusanos, para todo lo que no encajaba en los cinco primeros. Resultó evidente desde el principio que situar las langostas y las gambas en la misma categoría que los gusanos era insatisfactorio, y se crearonvarias categorías nuevas como los moluscos y los crustáceos. Desgraciadamente, estas nuevas clasificaciones no se aplicaron uniformemente en todos los países. En 1842 los ingleses, en un intento de restablecer el orden, propusieron una serie de normas llamadas Código Stricklandiano, pero los franceses lo consideraron arbitrario y la Sociedad Zoológica de Francia respondió con su propio código opuesto. Entre tanto, la Sociedad Ornitológica Americana estadounidense, por razones misteriosas, decidió utilizar la edición de 1758 del Systema naturae como base para todas sus denominaciones, en vez de la edición de 1766 utilizada en los otros países, lo que significó que muchas aves estadounidenses se pasaron el siglo xix clasificadas en géneros distintos de sus primas avícolas de Europa. Hasta 1902, no empezaron por fin los naturalistas, en una de las primeras reuniones del Congreso Internacional de Zoología, a mostrar un espíritu de colaboración y a adoptar un código universal.

La taxonomía se describe a veces como una ciencia y otras veces como un arte, pero es en realidad un campo de batalla. Hoy incluso hay más desorden en el sistema de lo que la mayoría de la gente sabe.

Consideremos la categoría del filum, la división que describe los planos corporales básicos de los organismos. Hay unos cuantos filums que son bien conocidos, como el de los moluscos (donde están las almejas y los caracoles), el de los artrópodos (insectos y crustáceos) y el de los cordados (nosotros y todos los demásanimales con espina dorsal o protoespina dorsal); a partir de ahí, las cosas se adentran rápidamente en la región de la oscuridad. Entre lo oscuro podríamos enumerar los gnastostomúlidos (gusanos marinos), los cnidarios (pólipos, medusas, anémonas y corales) y los delicados priapúlidos (o pequeños «gusanos penes»). Familiares o no, son divisiones elementales. Pero, aunque parezca extraño hay poco acuerdo sobre cómo son o deberían ser muchos filums. La mayoría de los biólogos fija el total en unos 30, algunos optan por poco más de 20, mientras que Edward O. Wilson en La diversidad de la vida se inclina por un total sorprendente por lo abultado de 89. Depende de dónde decidas establecer tus divisiones, si eres un «amontonador» o un «divididor», como dicen en el mundo biológico. Al nivel más cotidiano de las especies, las posibilidades de discrepancia son aún mayores. El que una especie de hierba deba llamarse Aegilops incurva, Aegilops incurvata o Aegilops ovata puede no ser una cuestión que agite pasiones entre los botánicos, pero puede ser un motivo de enfrentamiento muy acalorado en los sectores correspondientes. El problema es que hay 5.000 especies de hierbas y muchas de ellas les parecen terriblemente iguales incluso a gente que sabe de hierbas. En consecuencia, algunas especies han sido halladas y nombradas lo menos veinte veces, y parece ser que apenas hay una que no haya sido identificada independientemente dos veces como mínimo. El Manual of the Grasses of the United States [Manualde hierbas de Estados Unidos] en dos volúmenes dedica 200 páginas de apretada tipografía a aclarar todas las sinonimias, que es como el mundo de la biología denomina a sus involuntarias pero frecuentes repeticiones. Y se trata de las hierbas de un país.

Para abordar las discrepancias a escala mundial, hay un organismo llamado Asociación Internacional para la Taxonomía Vegetal que arbitra sobre cuestiones de prioridad y repetición. Emite periódicamente decretos, proclamando que Zauschneria califórnica (una planta frecuente en los jardines de rocas) debe pasar a llamarse Epilobium canun; o que Aglaothamnion tenuissimum debe pasar a considerarse coespecífica de Aglaothamnion byssoides, pero no de Aglaothamnion pseudobyssoides. Suele tratarse de cuestiones de poca monta que despiertan poco interés, pero, cuando afectan a las amadas plantas de jardín, como sucede a veces, se alzan inevitablemente gritos de indignación. A finales de la década de los ochenta se expulsó al crisantemo común (basándose al parecer en sólidos fundamentos científicos) del género del mismo nombre y se le relegó al mundo del género Dendranthema, insulso e indeseable en comparación.

Los criadores de crisantemos son un grupo numeroso y orgulloso y protestaron ante el (real aunque suene a inverosímil) Comité de Espermatofitos. (Hay también comités de pterodofitos, briofitos y hongos, entre otros, todos los cuales tienen que informar a un ejecutivo llamado el Rapporteur Général; una institución a tener muy en cuenta,sin duda.) Aunque se supone que las reglas de la nomenclatura se aplican rigurosamente, los botánicos no son indiferentes al sentimiento y, en 1995, se revocó la decisión. Fallos similares han salvado a las petunias, al evónimo y a una popular especie de amarilis de la degradación, pero no a muchas especies de geranios, que hace unos cuantos años se transfirieron, en medio de sonoras protestas, al género Pelargonium. El libro de Charles Elliott, The PottingShed Papers, incluye una entretenida descripción de esas disputas.

Pueden encontrarse disputas y reordenaciones similares en todos los demás reinos de los seres vivos, por lo que mantener una concordancia global no es algo tan sencillo como podría suponerse. En consecuencia, el hecho bastante sorprendente es que no tenemos la menor idea («ni siquiera el orden más próximo de magnitud», en palabras de Edward O. Wilson) del número de seres que viven en nuestro planeta. Las estimaciones oscilan entre los tres millones y los doscientos millones. Y, más sorprendente aún, según un informe de The Economist, puede que todavía quede por descubrir nada menos que el 97% de las especies de animales y vegetales del mundo.

De los organismos de los que sí sabemos, más del 99% está sólo esquemáticamente descrito: «Un nombre científico, un puñado de especímenes en un museo y unas cuantas definiciones someras en publicaciones científicas» es como describe Wilson el estado de nuestro conocimiento. En La diversidad de la vida calculaba el número deespecies conocidas de todos los tipos (plantas, insectos, microbios, algas…) en 1.400.000, pero añadía que era sólo una conjetura. Otras autoridades han situado el número de especies conocidas un poco más alto, en torno al 1.500.000 o al 1.800.000; pero aunque no hay ningún registro central de estas cosas y, por tanto, ningún lugar en el que cotejar cifras. En resumen, la curiosa posición en la que nos hallamos es que no sabemos, en realidad, lo que en realidad sabemos.

Deberíamos poder acudir a especialistas de cada sector de especialización, preguntar cuántas especies hay en sus campos y luego sumar los totales. Lo han hecho muchas personas, en realidad. El problema es que raras veces coinciden dos personas. Algunas fuentes sitúan el número de tipos conocidos de hongos en los 70.000, otros en los 100.000… es decir, casi la mitad más. Podemos encontrar afirmaciones seguras de que el número de especies de lombrices de tierra descritas es de 4.000 y afirmaciones, igual de seguras, de que la cifra es 12.000.

En el caso de los insectos, las cifras oscilan entre las 750.000 y las 950.000 especies. Se trata, supuestamente, claro, del número de especies conocidas. En el caso de los vegetales las cifras que en general se aceptan oscilan entre las 2.48.000 a las 2.65.000. Eso puede no parecer una discrepancia demasiado grande, pero es más de veinte veces el número de plantas que florecen en toda Norteamérica.

Poner las cosas en orden es una tarea que no tiene nada de fácil. A principios de ladécada de 1960 Colin Groves, de la Universidad Nacional Australiana, inició un estudio sistemático de las más de 250 especies conocidas de primates. Resultaba a menudo que la misma especie había sido descrita más de una vez (en ocasiones varias veces) sin que ninguno de los descubridores se diese cuenta de que se trataba de un animal que la ciencia ya conocía. Groves tardó cuatro décadas en aclararlo todo, y se trataba de un grupo relativamente pequeño de criaturas fáciles de distinguir y, en general, poco polémicas. Quién sabe cuáles serían los resultados si alguien intentase una tarea similar con los 20.000 tipos de líquenes que se supone que hay en el planeta, las 50.000 especies de moluscos o los más de 400.000 escarabajos.

De lo que no hay duda es de que hay mucha vida por ahí fuera, aunque las cantidades concretas sean inevitablemente cálculos basados en extrapolaciones, a veces extrapolaciones demasiado-amplias. En la década de los ochenta, Terry Erwin, del Instituto Smithsoniano, en un experimento famoso, saturó un grupo de 19 árboles de una selva tropical de Panamá con una niebla insecticida, luego recogió todo lo que cayó en sus redes de las copas. Entre las piezas de su botín (en realidad botines, ya que repitió el experimento estacionalmente para cerciorarse de que capturaba especies migratorias) había 200 tipos de escarabajos. Basándose en la distribución de los escarabajos en otras zonas, el número de otras especies arborícolas en el bosque, el número de bosques en elmundo, el número de otros tipos de insectos y así sucesivamente hasta recorrer una larga cadena de variables, calculó una cifra de 30 millones de especies de insectos para todo el planeta… cifra que diría más tarde él mismo que era demasiado conservadora. Otros, utilizando los mismos datos u otros similares, han obtenido cifras de 13 millones, 80 millones o i00 millones de tipos de insectos, resaltando la conclusión de que esas cifras, por muy meticulosamente que se llegase a ellas, tenían que ser sin duda, en el mismo grado como mínimo, tanto conjetura como ciencia.

Según el Wall Street Journal, el mundo cuenta con «unos 10.000 taxonomistas en activo»… no es un gran número si se considera cuánto hay que reseñar y registrar. Pero el Wall Street Journal añade que, debido al coste (unas 1.250 libras por especie) y al trabajo de papeleo, en total sólo se clasifican unas 15.000 nuevas especies al año.

tNo es una crisis de biodiversidad, es una crisis de taxonomistas! gritó Koen Maes.

Maes, belga de origen, es jefe de invertebrados en el Museo Nacional de Kenia de Nairobi, y tuve una breve charla con él en una visita al país en el otoño de 2002. Me explicó que no había ningún taxonomista especializado en toda África.

Había uno en Costa de Marfil, pero creo que ya se ha jubilado dijo.

Hacen falta de diez a doce años para formar a un taxonomista, pero no hay ninguno que vaya a África.

-Ellos son los auténticos fósiles -añadió Maes.

Él mismo tenía que irse a finales de año, meexplicó.

Después de siete años en Kenia, no le iban a renovar el contrato.

No hay fondos -explicó.

El biólogo británico, G. H. Godfray, comentaba hace unos meses en un artículo publicado en Nature que hay una «carencia de fondos y de prestigio» crónica, en todas partes, para los taxonomistas. En consecuencia, «se están describiendo pobremente muchas especies en publicaciones aisladas,“ sin ningún intento de relacionar un nuevo taxón (Es el término oficial para una categoría zoológica, como filum o género. (N. del A.) con clasificaciones y especies ya existentes». Además, una gran parte del tiempo de los taxonomistas lo absorbe no tanto la descripción de nuevas especies como la ordenación de las antiguas. Según Godfray, muchos «dedican la mayor parte de su carrera a intentar interpretar la obra de los sistematizadores del siglo XIX: a deconstruir sus descripciones publicadas, a menudo incorrectas, o a recorrer los museos del mundo en busca de un material tipo que suele estar en condiciones bastante deficientes». Godfray insiste, sobre todo, en la nula atención que se presta a las posibilidades de sistematización que brinda Internet. El hecho es que la taxonomía aún está, en general, curiosamente vinculada al papel.

En 2000, en un intento de situar las cosas en la edad moderna, Kevin Kelly, cofundador de la revista Wired, puso en marcha un proyecto denominado la All Species Foundation25 con el objetivo de hallar y registrar, en una base de datos, todos los organismos vivos. Se hacalculado que el coste de ese proyecto oscila entre los 1.300 millones y los 30.000 millones de libras. En la primavera del año 2002, la fundación sólo tenía unos fondos de 750.000 libras y cuatro empleados a jornada completa.

Si, como indican los números, tal vez tengamos 100 millones de especies de insectos aún por descubrir, y si nuestras tasas de descubrimiento siguen al ritmo actual, podríamos tener un total definitivo para los insectos en poco más de 15.000 años. El resto del reino animal podría llevar un poco más de tiempo.

sPor qué sabemos, pues, tan poco? Hay casi tantas razones como animales quedan por contar, pero he aquí algunas de las causas principales: Casi todos los seres vivos son pequeños y pasan muy fácilmente desapercibidos. En términos prácticos, esto no siempre es malo. No podrías dormir tan tranquilo si tuvieses conciencia de que tu colchón es el hogar de casi dos millones de ácaros microscópicos, que salen a altas horas de la noche a cenar tus grasas sebáceas y a darse un banquete con todos esos encantadores y crujientes copos de piel que desprendes cuando te mueves en sueños. Sólo en tu almohada puede haber 40.000. (Para ellos, tu cabeza no es más que un enorme bombón aceitoso.) Y no creas que cambiar el forro de la almohada cambiará las cosas. Para alguien de la escala de esos ácaros, el tejido de la tela humana más tupida es como las jarcias de un barco. De hecho, si la almohada tiene seis años (que parece ser que es más o menos la edad media de unaalmohada), se ha calculado que una décima parte de su peso estará compuesta de «piel desprendida, ácaros vivos, ácaros muertos y excrementos de ácaros», según la persona que efectuó el cálculo, el doctor John Maunder, del Centro Médico Entomológico Británico. (Pero, al menos, son tus ácaros. Piensa encima de qué te acurrucas cuando te metes en la cama de un hotel.): ácaros llevan con nosotros desde tiempo inmemorial, pero no se descubrieron hasta 1965.

Si criaturas tan íntimamente relacionadas con nosotros como los ácaros nos pasaron inadvertidas hasta la época de la televisión en color, no tiene nada de sorprendente que apenas tengamos conocimiento de la mayor parte del resto del mundo a pequeña escala. Sal al bosque (a cualquiera), agáchate y coge un puñado de tierra, y tendrás en la mano 10.000 millones de bacterias, casi todas desconocidas por la ciencia. Esa muestra contendrá también quizás un millón de rechonchas levaduras, unos 200.000 honguitos peludos, conocidos como mohos, tal vez 10.000 protozoos (de los que el más conocido es la ameba) y diversos rotíferos, platelmintos, nematelmintos y otras criaturas microscópicas, conocidas colectivamente como criptozoos. Una gran parte de ellos serán también desconocidos.

'En realidad estamos empeorando en algunas cuestiones de higiene. El doctor Maunder cree que el mayor uso de detergentes de lavadora de baja temperatura ha estimulado la proliferación de bichos.

Según dice él: «Si lavas la ropa con parásitos a bajas temperaturas, lo únicoque consigues son parásitos más limpios». (N. del A.)

El manual más completo de microorganismos, Bergey's Manual of Systematic Bacteriology [Manual Bergey de bacteriología sistemática], enumera unos 4.000 tipos de bacterias. Los científicos noruegos Jostein Goksoyr y Vigdis Torsvik recogieron, en la década de los ochenta, un gramo de tierra elegido al azar en un bosque de abedules, próximo a su laboratorio de Bergen, y analizaron meticulosamente su contenido bacteriano. Descubrieron que aquella pequeña muestra contenía entre 4.000 y 5.000 especies diferenciadas de bacterias, más que todas las incluidas en el Bergey's Manual. Se trasladaron luego a una zona costera, situada a unos kilómetros de distancia, recogieron otro gramo de tierra y se encontraron con que contenía de 4.000 a 5.000 especies distintas. Como comenta Edward O. Wilson: «Si hay más de 9.000 tipos microbianos en dos pequeñas muestras de sustrato de dos localidades noruegas, scuántas más aguardan el descubrimiento en otros hábitats radicalmente distintos?». Pues según una estimación, podrían ser hasta 400 millones.

No miramos en los sitios adecuados. Wilson describe en La diversidad de la vida cómo un botánico se pasó unos cuantos días pateando diez hectáreas de selva en Borneo y descubrió un mi llar de nuevas especies de plantas floridas, - más de las que hay en toda Norteamérica. Las plantas no eran difíciles de encontrar. Se trataba simplemente de que nadie había mirado allí antes. Koen Maes, del Museo Nacional deKenia, me contó que él fue a un bosque de nubes, que es como se llaman en Kenia los bosques de las cumbres de las montañas, y en media hora, «de una inspección no particularmente concienzuda», encontró cuatro nuevas especies de milpiés, tres de las cuales constituían géneros nuevos, y una nueva especie de árbol. «Un árbol grande», añadió, y colocó los brazos como si estuviese a punto de bailar con una pareja muy grande. Los bosques de nubes se encuentran en lo alto de mesetas y han permanecido aislados, en algunos casos, millones de años. «Proporcionan el clima ideal para la biología y apenas han sido estudiados», me dijo.

Las selvas tropicales ocupan sólo un 6% de la superficie de la Tierra, pero albergan más de la mitad de su vida animal y aproximadamente dos tercios de sus plantas floridas… y la mayor parte de esa vida sigue siéndonos desconocida porque son demasiado pocos los investigadores que le dedican su tiempo. Y hay que tener en cuenta que gran parte de eso podría ser muy valioso. Un 99% de las plantas floridas, como mínimo, nunca ha sido investigado en relación con sus propiedades medicinales. Las plantas, como no pueden huir de los predadores, han tenido que recurrir a complejas defensas químicas y son, por ello, particularmente ricas en intrigantes compuestos. Incluso hoy, casi una cuarta parte de todas las medicinas recetadas procede de plantas y un 16% de animales o microbios, así que con cada hectárea de bosque que se tala corremos un grave peligro de perder posibilidadesmédicamente vitales. Los químicos, utilizando un método llamado química combinatoria, pueden generar 40.000 compuestos a la vez en los laboratorios, pero esos productos se obtienen al azar y son a menudo inútiles, mientras que cualquier molécula natural habrá pasado ya por lo que The Economist llama «el programa de revisión definitivo: unos 3.000 millones y medio de años de evolución».

Pero buscar lo desconocido no es simplemente cuestión de viajar a lugares remotos o lejanos. Richard Fortey comenta en su libro La vida: una biografía no autorizada cómo se encontró una bacteria antigua en la pared de un bar de una taberna rural «donde los hombres llevaban generaciones orinando»… Un descubrimiento que parecería incluir cantidades excepcionales de suerte, dedicación y, posiblemente, alguna que otra cualidad no especificada.

No hay suficientes especialistas. El número de seres que hay que buscar, examinar y registrar sobrepasa con mucho el número de científicos de que se dispone para hacerlo. Consideremos esos organismos tan resistentes y poco conocidos llamados rotíferos bdeloides. Se trata de animales microscópicos que pueden sobrevivir casi a cualquier cosa.

Cuando las condiciones son duras, se enroscan adoptando una forma compacta, desconectan su metabolismo y esperan tiempos mejores. En ese estado puedes echarlos en agua hirviendo o congelarlos casi hasta el cero absoluto (es decir, el nivel al que hasta los átomos se rinden) y, cuando ese tormento haya concluido y hayanregresado a un entorno más placentero, se desperezarán y seguirán con su vida como si no hubiese pasado nada. Se han identificado hasta ahora unas 500 especies (aunque otras fuentes hablan de 360), pero nadie tiene la más remota idea de cuántas puede haber en total.

Casi todo lo que se supo de ellos durante muchos años se debió al trabajo de un fervoroso aficionado, un oficinista de Londres llamado David Bryce, que los estudió en su tiempo libre. Se pueden encontrar en todo el mundo, pero podrías invitar a cenar a todos los especialistas en rotíferos bdeloides del mundo sin tener que pedir platos prestados a los vecinos.

Hasta unas criaturas tan importantes y ubicuas como los hongos (y los hongos son ambas cosas) atraen relativamente poca atención. Hay hongos en todas partes y adoptan muchas formas (como setas, mohos, mildius, levaduras y bejines, por mencionar sólo unos cuantos) y los hay en cantidades que no sospechamos siquiera la mayoría de nosotros. Junta todos los hongos que hay en una hectárea típica de pradería y tendrás unos 2.800 kilos de ellos. No se trata de organismos marginales. Sin los hongos no habría pestes de la patata, enfermedad del olmo de Holanda, pie de atleta, pero tampoco habría yogures ni cervezas ni quesos. Han sido identificadas unas 70.000 especies de ellos, pero se cree que el número total podría llegar hasta el 1.800.000.38 Hay un montón de micólogos que trabajan para la industria, haciendo quesos, yogures y alimento parecido, así que es difícil saber cuántosestán dedicados activamente a la investigación, pero podemos estar seguros de que hay más especies de hongos por descubrir que gente dedicada a descubrirlas.

El mundo es un sitio realmente grande. Lo fácil que resulta viajar en avión y otras formas de comunicación nos han inducido a creer que el mundo no es tan grande, pero a nivel de suelo, que es donde deben trabajar los investigadores, es en realidad enorme… lo suficientemente enorme como para estar lleno de sorpresas. Hoy sabemos que hay ejemplares de okapi, el pariente vivo más cercano de la jirafa, en número sustancial en las selvas de Zaire (la población total se estima en unos 30.000), pero su existencia ni siquiera se sospechó hasta el siglo XX. La gran ave no voladora de Nueva Zelanda llamada takahe se había considerado extinta durante doscientos años hasta que se descubrió que vivía en una zona abrupta del campo de la isla del Sur. En 1995, un equipo de científicos franceses y británicos, que estaban en el Tíbet, se perdieron en una tormenta de nieve en un valle remoto y se tropezaron con una raza de caballos, llamada riwoche, que hasta entonces sólo se conocía por dibujos de cuevas prehistóricas. Los habitantes del valle se quedaron atónitos al enterarse de que aquel caballo se consideraba una rareza en el mundo exterior.

Algunos creen que pueden aguardarnos sorpresas aún mayores. «Un destacado etnobiólogo británico -decía The Economist en 1995- cree que el megaterio, una especie de perezoso gigante que erguido puedellegar a ser tan alto como una jirafa… puede vivir oculto en las espesuras de la cuenca amazónica. » No se nombraba, tal vez significativamente, al etnobiólogo; tal vez aún más significativamente, no se ha querido decir nada más de él ni de su perezoso gigante. Pero nadie puede afirmar con seguridad que no haya tal cosa hasta que se hayan investigado todos los rincones de la selva, y estamos muy lejos de lograr eso.

De todos modos, aunque formásemos miles de trabajadores de campo y los enviásemos a los cuatro extremos del mundo, no sería un esfuerzo suficiente, ya que la vida existe en todos los lugares en que puede existir. Es asombrosa su extraordinaria fecundidad, gratificante incluso, pero también problemática.

Investigarla en su totalidad exigiría alzar cada piedra del suelo, hurgar en los lechos de hojas de todos los lechos de los bosques, cribar cantidades inconcebibles de arena y tierra, trepar a todas las copas de los árboles e idear medios mucho más eficaces de investigar los mares. E incluso haciendo eso podrían pasarnos desapercibidos ecosistemas enteros. En la década de los ochenta, exploradores de cuevas aficionados entraron en una cueva profunda de Rumania, que había estado aislada del mundo exterior durante un periodo largo pero desconocido, y encontraron 33 especies de insectos y otras pequeñas criaturas (arañas, ciempiés, piojos…) todos ciegos, incoloros y nuevos para la ciencia. Se alimentaban de los microbios de la espuma superficial de los charcos, que se alimentabana su vez del sulfuro de hidrógeno de fuentes termales.

Ante la imposibilidad de localizarlo todo es posible que tendamos a sentirnos frustrados y desanimados, y hasta que nos sintamos muy mal, pero también puede considerarse eso algo casi insoportablemente emocionante. Vivimos en un planeta que tiene una capacidad más o menos infinita para sorprendernos.

sQué persona razonable podría, en realidad, querer que fuese de otro modo?

Lo que resulta casi siempre más fascinante, en cualquier recorrido que se haga por las dispersas disciplinas de la ciencia moderna, es ver cuánta gente se ha mostrado dispuesta a dedicar su vida a los campos de investigación más suntuosamente esotéricos. Stephen Jay Gould nos habla, en uno de sus ensayos, de un héroe llamado Henry Edward Crampton que se pasó cincuenta años, desde 1906 a 1956 en que murió, estudiando tranquilamente un género de caracol de tierra, llamado Partula, en la Polinesia. Crampton midió una y otra vez, año tras año, hasta el mínimo grado (hasta ocho cifras decimales) las espiras y arcos y suaves curvas de innumerables Partula, compilando los resultados en tablas meticulosamente detalladas. Una sola línea de texto de una tabla de Crampton podía representar semanas de cálculos y mediciones.

Sólo ligeramente menos ferviente, y desde luego más inesperado, fue Alfred C. Kinsey, que se hizo famoso por sus estudios sobre la sexualidad humana en las décadas de 1940 y 1950. Antes de que su mente se llenara de sexo, como si dijésemos,Kinsey era un entomólogo, y un entomólogo obstinado además. En una expedición que duró dos años recorrió 4.000 kilómetros para reunir una colección de 300.000 avispas. No está registrado, desgraciadamente, cuántos aguijones recogió de paso.

Algo que había estado desconcertándome era la cuestión de cómo asegurabas una cadena de sucesión en esos campos tan arcanos. Es evidente que no pueden ser muchas las instituciones del mundo que necesiten o estén dispuestas a mantener especialistas en percebes o en caracoles marinos del Pacífico.

Cuando nos despedíamos en el Museo de Historia Natural de Londres, pregunté a Richard Fortey cómo garantiza la ciencia que, cuando una persona muere, haya alguien listo para ocupar su puesto. Se rió entre dientes con ganas ante mi ingenuidad.

Siento decirte que no es que tengamos sustitutos sentados en el banco en algún sitio, esperando a que los llamen para jugar. Cuando un especialista se jubila o, más lamentable aún, cuando se muere, eso puede significar que queden paralizadas cosas en ese campo, a veces durante muchísimo tiempo.

Y supongo que es por eso por lo que valoras a alguien que es capaz de pasarse cuarenta y dos años estudiando una sola especie de planta, aunque no produzca nada que sea terriblemente nuevo.

Exactamente -dijo él-. Exactamente. Y parecía decirlo muy en serio.


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