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El corazon delator



Todo comienza cuando el asesino confiesa que es muy nervioso y explica que hay un señor que le causa mucha conmoción que lo que mas le da miedo es su ojo y que comienza a planear como asesinarlo,antes el fue muy amable con el viejo Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza,levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, demanera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. La movía lentamente a fin de no perturbar el sueño del viejo. le llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. Y esto lo hizo durante siete largas noches… cada noche, a las doce… pero siempre encontraba el ojo cerrado, y por eso le era imposible asesinarlo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablabaresueltamente, llamandolo por su nombre con voz cordial y preguntandole cómo había pasado la noche. Al llegar a la octava noche Había ya pasado la cabeza y se disponía a abrir la linterna, cuando su pulgar resbaló en el cierre metalico y el viejo se enderezó, gritando: -¿Quién esta ahí? Permaneció inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no movió un solo músculo, y en todo ese tiempo no oyó que volviera a acostarse en la cama. Noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.




El viejo Pensaba: 'No es mas que el viento en la chimenea o un grillo que chirrió una sola vez', había tratado de darse animo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizandose y envolvía a su víctima. En un segundo lo arrojo al suelo y le echó encima el pesado colchón. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado.Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levantó el colchón y examinó el cadaver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyó la mano sobre el corazón y la mantuvo así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto.Ante todo descuartizó el cadaver. Le cortó la cabeza, brazos y piernas. Levantó tres tablones del piso de la habitación y escondió los restos en el hueco. Volvió a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar… ninguna mancha… ningún rastro de sangre. Finalmente termino a las cuatro de la mañana y seguía tan oscuro como si fueran las doce. Después llegaron unos oficiales a la puerta y tocaron, el los dejo pasar y los llevo al cuarto del muerto después conversando con los oficiales comenzó a escuchar un latido que cada vez se hacia mas y mas fuerte ese sonido hasta que porfin confeso que el lo había matado.
Unos años más tarde se sorprendió a un viejo y encantador habitual del departamento de moluscos («un caballero muy distinguido», me dijeron), introduciendo valiosas conchas marinas en las patas huecas de su andador. -No creo que haya nada aquí que no codicie alguien en algún sitio-me explicó Richard Fortey con aire pensativo, mientras me guiaba por ese mundo seductor que es la parte oculta del museo.

Recorrimos muchos departamentos, donde había gente sentada a grandes mesas haciendo tareas de investigación que exigían intensa concentración con artrópodos, hojas de palma y cajas de huesos amarillentos. Había por todas partes un ambiente de meticulosidad pausada, de gente consagrada a una tarea gigante que nunca podía llegar a terminarse y en la que tampoco había que precipitarse. Yo había leído que el museo había publicado en 1967 su informe sobre la expedición de John Murray, una investigación que se había hecho en el océano Índico, cuarenta y cinco años después de que la expedición hubiese concluido. Se trata de un mundo en el que las cosas se mueven a su propio ritmo, incluido un pequeño ascensor que Fortey y yo compartimos con un anciano con aspecto de científico, con el que Fortey charló cordial y familiarmente mientras subíamos a una velocidad parecida a la de los sedimentos cuando se asientan.

Después de que el hombre se fue, Fortey me dijo: Es un tipo muy agradable que se llama Norman y que se ha pasado cuarenta y dos años estudiando una especie vegetal, el hipericón. Se jubiló en 1989, pero sigue viniendo todas las semanas.

sCómo puedes pasarte cuarenta y dos años con una especie vegetal? -pregunté.

Es tremendo, sverdad? -coincidió Fortey; se quedó un momento pensando y añadió-: Parece ser que es una persona muy concienzuda.

La puerta delascensor se abrió revelando una salida tapiada con ladrillos. Fortey pareció sorprenderse: -Qué raro -dijo-. Ahí detrás era donde estaba Botánica… Pulsó el botón de otro piso y acabamos encontrando el camino que nos llevaría a Botánica, a través de unas escaleras que había al fondo y de un discreto recorrido por más departamentos donde había investigadores trabajando amorosamente con objetos que, en otros tiempos, habían estado vivos. Y así fue como fui presentado a Len Ellis y al silencioso mundo de los briofitos… musgos para el resto de nosotros.

Cuando Emerson comentó poéticamente que los musgos prefieren el lado norte de los árboles («El musgo sobre la corteza del bosque era la Estrella Polar en las noches oscuras») se refería en realidad a los líquenes, ya que en el siglo XIX no se distinguía entre unos y otros. A los auténticos musgos no les importa crecer en un sitio u otro, así que no sirven como brújulas naturales. En realidad, los musgos no sirven para nada. «Puede que no haya ningún gran grupo de plantas que tenga tan pocos usos, comerciales o económicos, como los musgos», escribió Henry S. Conard, tal vez con una pizca de tristeza, en How to Know the Mosses and Liverworts [Cómo reconocer los musgos buenos para el hígado], publicado en 1956 y que aún se puede encontrar en muchas estanterías de bibliotecas como casi la única tentativa de popularizar el tema.

Son, sin embargo, prolíficos. Incluso prescindiendo de los líquenes, el reino de las briofitas es populoso, con más de10.000 especies distribuidas en unos 700 géneros. El grueso e imponente Moss of Britain and Ireland [Musgos de Inglaterra e Irlanda] de A. J. E. Smith tiene 700 páginas, e Inglaterra e Irlanda no son países que sobresalgan por sus musgos, ni mucho menos.

En los trópicos encuentras la variedad4 -me explicó Len Ellis.

Es un hombre enjuto y calmoso, que lleva veintisiete años en el Museo de Historia Natural y que es conservador del departamento desde 1990.

En un sitio como la selva tropical de Malasia, puedes salir y encontrar nuevas variedades con relativa facilidad. Yo mismo lo hice hace poco.

Bajé la vista y había una especie que nunca había sido registrada. -sAsí que no sabemos cuántas especies hay aún por descubrir? -Oh, no. Ni idea.

Puede que te parezca increíble que haya tanta gente en el


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