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Troposfera - después de la troposfera está la estratosfera



EN LA troposfera

Menos mal que existe la atmósfera. Nos mantiene calientes. Si no existiera, la Tierra sería una bola de hielo sin vida, con una temperatura media de -50°C. Además, la atmósfera absorbe o desvía los enjambres que llegan de rayos cósmicos de partículas con carga, de rayos ultravioleta, etcétera. El relleno gaseoso de la atmósfera es, en conjunto, equivalente a un grosor dehormigón protector de 4,5 kilómetros, y sin él esos visitantes espaciales invisibles nos atravesarían como pequeñas dagas y nos harían trizas. Hasta las gotas de la lluvia nos dejarían inconscientes si no fuese porque las frena la atmósfera.

Lo más sorprendente de la atmósfera es que no hay mucha. Se extiende hacia arriba unos 190 kilómetros, lo que podría parecer razonable visto desde el nivel del suelo, pero si redujésemos la Tierra al tamaño de un globo terráqueo normal de mesa, sólo tendría el grosor aproximado de un par de capas de barniz.

La atmósfera se divide, por conveniencia científica, en cuatro capas desiguales: troposfera, estratosfera, mesosfera e ionosfera (que suele llamarse ahora termosfera). La troposfera es para nosotros la parte más valiosa. Contiene oxígeno y calor suficientes para permitirnos funcionar, aunque hasta ella se haga rápidamente incompatible con la vida a medida que se asciende en su interior. Desde el nivel del suelo a su punto más alto, la troposfera («esfera giratoria») tiene unos 16 kilómetros de espesor en el ecuador y sólo 10 u 11 kilómetros en las latitudes templadas en que vivimos la mayoría de los seres humanos. El 80% de la masa atmosférica y casi toda el agua se encuentra en esta pequeña capa, de la que depende casi toda la meteorología. No hay en realidad mucho entre tú y el olvido.



Después de la troposfera está la estratosfera.

Cuando ves la cúspide de un nubarrón que se achata en la forma clásica de yunque, lo que ves es la fronteraentre la troposfera y la estratosfera. Ese techo invisible se llama tropopausa, y lo descubrió desde un globo en 1902 un francés, LéonPhilippe Teisserenc de Bort. Pausa en este sentido no significa paro momentáneo, sino cese absoluto. Procede de la misma raíz griega que menopausia. Ni siquiera donde alcanza la troposfera su máxima extensión está muy distante la tropopausa. Un ascensor rápido, de los que se emplean en los modernos rascacielos, te llevaría hasta allí en unos veinte minutos, aunque harías bien en no emprender el viaje. Una ascensión tan rápida sin presionización, provocaría como mínimo graves edemas pulmonares y cerebrales, así como un peligroso exceso de fluidos en los tejidos orgánicos. Cuando se abrieran las puertas en la plataforma de observación, lo más seguro es que todos los del ascensor estuviesen muertos o agonizantes. Hasta un ascenso más moderado iría acompañado de graves inconvenientes. La temperatura sería a 10 kilómetros de alturas de -57 °C y necesitarías, o al menos agradecerías enormemente, un suministro de oxígeno suplementario.

Al dejar atrás la troposfera, la temperatura se eleva de nuevo hasta los 4°C, debido a los efectos absorbentes del ozono (algo que también descubrió De Bort en su audaz ascensión de 1902). Luego desciende hasta -90°C en la mesosfera, para disparase otra vez hasta 1.500°C o más en la correctamente denominada pero muy errática termosfera, donde las temperaturas pueden variar más de 500°C del día a la noche…, aunque hay que decir que«temperatura» a esa altura se convierte en un concepto un tanto teórico. Temperatura no es en realidad más que un indicador de la actividad molecular. Al nivel del mar, las moléculas del aire son tan densas que sólo pueden moverse una distancia mínima (una octomillonésima de centímetro, para ser exactos) sin chocar unas con otras. Como hay millones de moléculas que chocan constantemente, se intercambia muchísimo calor, pero, a la altura de la termosfera, a 80 kilómetros o más, el aire es tan sutil que hay kilómetros de separación entre las moléculas y éstas apenas entran en contacto. Así que, aunque cada molécula esté muy caliente, apenas interactúan unas con otras, por lo que hay escasa transferencia calórica. Eso es una buena noticia para los satélites y las naves espaciales porque, si el intercambio de calor fuese más eficiente, cualquier objeto hecho por el hombre que orbitase a ese nivel se incendiaría.

De todos modos, las naves espaciales tienen que tener cuidado en la atmósfera exterior, sobre todo en los viajes de regreso a la Tierra, como demostró tan trágicamente, en febrero de 2003, la lanzadera espacial Columbia. Aunque la atmósfera es muy sutil, si un vehículo entra en ella en un ángulo demasiado inclinado (más de unos 6°C) o con demasiada rapidez, puede impactar con moléculas suficientes para generar una resistencia aerodinámica extraordinariamente combustible.

Por otra parte, si un vehículo que entra en la atmósfera penetra en la termosfera con un ángulo demasiado pequeño,podría rebotar al espacio como esas piedras planas que se tiran al ras del agua para cortar la superficie con ellas. Pero no es necesario aventurarse hasta el borde de la atmósfera para constatar hasta qué punto somos seres confinados a nivel de suelo. Como muy bien sabe quien haya pasado un tiempo en una población elevada, no hace falta ascender muchos cientos de metros del nivel del mar para que empiece a protestar el organismo. Hasta los alpinistas veteranos, con el apoyo de una buena forma física, la experiencia y el oxígeno embotellado son vulnerables a gran altura a la confusión, las náuseas y el agotamiento, la congelación, la hipotermia, la migraña, la pérdida del apetito y otros muchos trastornos. El cuerpo humano recuerda por un centenar de enérgicos medios a su propietario que no ha sido diseñado para operar tan por encima del nivel del mar.

«Incluso en las circunstancias más favorables –nos dice el escalador Peter Habeler hablando de las condiciones que se dan en la cima del Everest-, cada paso a esa altitud exige un colosal esfuerzo de voluntad. Tienes que forzarte a hacer cada movimiento y recurrir a todos los asideros. Te amenaza perpetuamente una fatiga mortal, plúmbea.»

El montañero y cineasta británico Matt Dickinson explica en The Other Side of Everest [La otra cara del Everest] que Howard, en una expedición inglesa al Everest de 1924, «estuvo a punto de morir cuando un trozo de carne infectada se desprendió y le bloqueó la tráquea». Somervell consiguió toser yexpulsarla con un supremo esfuerzo. Resultó ser «toda
la capa mucosa de la laringe».

Los trastornos físicos son notorios por encima de los 7.500 metros (la zona que los escaladores denominan zona «de la muerte»). Pero son muchos quienes experimentan una debilidad patente, que se ponen incluso gravemente enfermos, a alturas no superiores a los 4.500 metros. La susceptibilidad a la altura tiene poco que ver con la forma física. A veces, las abuelitas se las arreglan mejor a mucha altura que sus descendientes más en forma, que quedan reducidos a guiñapos gemebundos y desvalidos hasta que los trasladan a cotas más bajas.

El límite absoluto de tolerancia humana para la vida continuada parece situarse en unos 5.500 metros; pero incluso las personas condicionadas a vivir a bastante altitud podrían no tolerar esas alturas mucho tiempo. Frances Ashcroft comenta, en Life at the Extremes, que hay minas de azufre en los Andes a 5.800 metros, pero que los mineros prefieren bajar todos los días 460 metros y volver a subirlos al día siguiente que vivir continuamente a esa altura. Los pueblos que viven habitualmente a gran altura suelen llevar miles de años desarrollando pechos y pulmones desproporcionadamente grandes y aumentando la densidad de hematíes portadores de oxígeno hasta casi en un tercio, aunque la cuantía de hematíes en la sangre que puede soportarse sin que llegue a ser demasiado densa para una circulación fluida tiene sus límites. Además, por encima de los 5.500 metros ni siquiera lasmujeres mejor adaptadas pueden aportar a un feto en crecimiento oxígeno suficiente para que pueda completar su desarrollo.

En la década de 1780, en que se empezaron a hacer ascensiones experimentales en globo por Europa, una cosa que sorprendió a los investigadores fue el frío que hacía cuando se elevaban. La temperatura desciende 1,6°C por cada 1.000 metros que asciendes. La lógica parecería indicar que, cuanto más te acercases a una fuente de calor, deberías sentir más calor. El hecho se explica, en parte, porque no estás en realidad acercándote más al Sol en una cuantía significativa. El Sol está a unos 149 millones de kilómetros de distancia. Aproximarse unos cuantos centenares de metros a él es como acercarte un paso a un incendio forestal en Australia y esperar oler el humo estando en Ohio. La explicación del hecho nos lleva de nuevo a la cuestión de la densidad de las moléculas en la atmósfera. La luz del Sol energiza los átomos. Aumenta el ritmo al que se mueven y se agitan; en ese estado de animación chocan entre sí, liberando calor. Cuando sientes que el Sol te calienta la espalda en un día de verano, lo que sientes en realidad es la excitación de los átomos. Cuanto más asciendes, menos moléculas hay, y habrá por tanto menos colisiones entre ellas. El aire es una cosa engañosa. Tendemos a pensar que es, incluso al nivel del mar, etéreo y hasta ingrávido. En realidad tiene una gran masa, y esa gran masa suele excederse en sus esfuerzos. Como escribió hace más de un sigloWyville Thomson, un científico marino: «A veces nos encontramos al levantarnos por la mañana con que, debido a una subida de una pulgada en el barómetro, se ha amontonado sobre nosotros silenciosamente casi media tonelada durante la noche, pero no experimentamos ninguna molestia, más bien una sensación de optimismo y euforia, porque mover el cuerpo en un medio más denso exige un esfuerzo algo menor». La razón de que no te sientas aplastado bajo esa media tonelada extra de presión es la misma por la que no quedaría aplastado tu cuerpo al sumergirte en las profundidades del mar: el cuerpo está compuesto principalmente de fluidos incomprimibles, que empujan en sentido contrario, equilibrando la presión interior y la exterior.

Pero, si lo que experimentas es aire en movimiento, como en el caso de un huracán e incluso de un viento fuerte, te das cuenta enseguida de que tiene una masa muy considerable. Hay en total unos 5.200 billones de toneladas de aire a nuestro alrededor (2.5 millones de toneladas por cada 2,6 kilómetros cuadrados del planeta), un volumen nada desdeñable. Cuando hay millones de toneladas de atmósfera desplazándose a 50 ó 60 kilómetros por hora, no tiene nada de sorprendente que se rompan las ramas de los árboles y salgan volando las tejas de las casas. Como comenta Anthony Smith, un frente meteorológico típico puede consistir en 750 millones de toneladas de aire frío inmovilizado debajo de 1.000 millones de toneladas de aire más caliente. Es natural que el resultado sea aveces meteorológicamente interesante.

Es indudable que no hay escasez de energía en el mundo por encima de nuestras cabezas. Se ha calculado que una tormenta puede contener una cantidad de energía equivalente a la electricidad que se consume en cuatro días en Estados Unidos. Las nubes de tormenta pueden elevarse en condiciones adecuadas hasta alturas de entre 10 y 15 kilómetros y contienen corrientes ascendentes y descendentes de más de 250 kilómetros por hora. Estas corrientes están a menudo una al lado de otra, y ésa es la razón de que los pilotos no quieran volar a través de ellas. Las partículas que hay dentro de la nube captan en todo ese torbellino interior cargas eléctricas. Por razones que no están todavía demasiado claras, las partículas más ligeras tienden a adquirir carga positiva y las corrientes de aire tienden a arrastrarlas hacia la cima de la nube. Las partículas más pesadas se quedan en la base, acumulando cargas negativas. Estas partículas con carga negativa tienen un fuerte afán de lanzarse hacia la Tierra, que tiene una carga positiva, y cualquier cosa que se interponga en su camino está arreglada. Un relámpago se desplaza a 435.000 kilómetros por hora y puede calentar el aire en torno a él hasta unos 28.000°C, una temperatura decididamente achicharrante, varias veces mayor que la de la superficie del Sol. En cualquier momento que consideremos hay en el planeta 1.800 tormentas en marcha…, unas 40.000 diarias. Día y noche, en todo el globo, alcanzan el suelo unos 100rayos por segundo. El cielo es un lugar bastante animado.

Mucho de lo que sabemos sobre lo que pasa allá arriba es sorprendentemente reciente. Las corrientes en chorro, que se localizan normalmente a entre 9.000 y 10.000 metros de altura, pueden alcanzar casi los 300 kilómetros por hora e influyen muchísimo en los sistemas meteorológicos de continentes enteros y, sin embargo, no se sospechó su existencia hasta que los pilotos empezaron a entrar en ellas en sus vuelos durante la Segunda Guerra Mundial. Hoy en día incluso hay muchas cosas que apenas entendemos sobre los fenómenos atmosféricos. Una forma de movimiento ondular, conocida vulgarmente como turbulencia del aire claro, anima de cuando en cuando los vuelos aeronáuticos. Hay unos veinte incidentes de éstos al año, que son lo suficientemente graves para que sea necesario informar de ellos. No están relacionados con formaciones de nubes ni con ninguna otra cosa que se pueda apreciar visualmente o con radar. Son sólo bolsas de turbulencia súbita en medio de cielos tranquilos. En un incidente característico de este género, un avión en ruta de Singapur a Sidney iba volando en condiciones normales cuando descendió brusca y súbitamente 90 metros…, lo suficiente para lanzar contra el techo a todos los que no llevasen puesto el cinturón. Hubo doce heridos, uno de ellos de gravedad. Nadie sabe cuál es la causa de esas celdas de aire perturbadoras.

El proceso que hace circular el aire en la atmósfera es el mismo proceso que dirige el motorinterno del planeta, es decir, la convección. El aire cálido y húmedo de las regiones ecuatoriales asciende hasta que choca con la barrera de la tropopausa y se esparce. Al alejarse del ecuador y enfriarse, desciende. Parte del aire que desciende busca, cuando toca fondo, una zona de baja presión para llenarla y se dirige de nuevo al ecuador, completando el circuito.

En el ecuador, el proceso de convección es en general estable y el tiempo predeciblemente bueno, pero en las zonas templadas las pautas son mucho más estacionales, localizadas y aleatorias y el resultado es una batalla interminable entre sistemas de aire de alta y de baja presión. Los sistemas de baja presión los crea el aire que asciende, que transporta al cielo moléculas de agua, formando nubes y finalmente lluvia. El aire cálido puede contener más humedad que el frío, ésa es la razón de que las tormentas estivales y tropicales tiendan a ser más intensas. Las zonas bajas tienden así a estar asociadas con nubes y lluvia y, las altas, prometen en general buen tiempo. Cuando se encuentran dos sistemas, suele ponerse de manifiesto en las nubes. Por ejemplo, los estratos (esas expansiones informes y antipáticas responsables de nuestros cielos encapotados) se producen cuando corrientes ascendentes con carga de humedad carecen del brío necesario para atravesar un nivel de aire más estable, que hay encima, y en vez de ello se esparcen, como el humo cuando llega al techo. De hecho, si observas alguna vez a un fumador, puedeshacerte bastante buena idea de cómo funcionan las cosas considerando cómo se eleva el humo desde un cigarrillo en una habitación en calma. Al principio sube en línea recta (te diré, por si necesitas impresionar a alguien, que eso es lo que se llama un flujo laminar) y luego se esparce en una capa ondulante y difusa. El superordenador más grande del mundo, efectuando mediciones en el entorno más cuidadosamente controlado, es incapaz de predecir con exactitud qué formas tendrán esas ondulaciones, así que puedes hacerte una idea de las dificultades a las que se enfrentan los meteorólogos al intentar predecir esos movimientos en un mundo a gran escala ventoso y giratorio.

Lo que sabemos es que debido a que el calor del Sol está irregularmente distribuido, se producen sobre el planeta diferencias en la presión del aire. El aire no puede soportar esto, así que anda de aquí para allá intentando igualar las cosas en todas partes. El viento no es más que la forma que tiene el aire de intentar mantener las cosas en equilibrio. Siempre va de zonas de alta presión a zonas de baja (tal como se podría esperar; piensa en cualquier cosa con aire bajo presión, un globo, un depósito de aire o un avión al que se le rompe una ventanilla, y piensa en la obstinación con que el aire presionado quiere ir a algún otro sitio) y, cuanto mayor es la diferencia de presiones, más rápido se mueve el viento.

Por otra parte, la velocidad del viento, como la mayoría de las cosas que se acumulan, crece exponencialmente, demanera que un viento que sopla a 300 kilómetros por hora no es sólo 10 veces más fuerte que el que lo hace a 30, sino un centenar de veces más y, en consecuencia, el mismo número de veces más destructivo. Aplica este efecto acelerador a varios millones de toneladas de aire y el resultado puede ser extraordinariamente enérgico. Un huracán tropical puede liberar en veinticuatro horas tanta energía como la que consume en un año una nación rica de tamaño medio como Inglaterra o Francia.

El primero que sospechó de la existencia de esa tendencia de la atmósfera a buscar el equilibrio fue Edmond Halley (el hombre que estaba en todas partes) y, en el siglo profundizaría más en el asunto el también británico George Hadley, que se dio cuenta de que las columnas ascendentes y descendentes de aire tendían a producir «celdas» (conocidas desde entonces como «celdas de Hadley»). Hadley, aunque abogado de profesión, se interesaba mucho por la meteorología -después de todo, era inglés- y sugirió también la existencia de un vínculo entre sus celdas, el giro de la Tierra y las aparentes desviaciones del aire que nos proporcionan nuestros vientos alisios. Fue, sin embargo, un profesor de ingeniería de la Escuela Politécnica de París, Gustave- Gaspard de Coriolis, quien determinó los detalles de esas interacciones en 1835, y, por eso, le llamamos el efecto Coriolis. (Coriolis se destacó también por introducir en la escuela enfriadores de agua, que aún se conocen allí, al parecer, como Corios.) La Tierragira a unos briosos 1.675 kilómetros por hora en el ecuador, aunque esa velocidad disminuye considerablemente si te desplazas hacia los polos, hasta situarse en unos 900 kilómetros por hora en Londres o en París, por ejemplo. La razón de esto es evidente si lo piensas un poco. Cuando estás en el ecuador, la Tierra tiene que llevarte a lo largo de una buena distancia (unos 40.000 kilómetros) para volverte al mismo punto, mientras que si estás al lado del polo Norte, sólo necesitarás desplazarte unos metros para completar una revolución; se tarda, sin embargo, veinticuatro horas en ambos casos en volver adonde empezaste. Así que se deduce de ello que cuanto más cerca estés del ecuador más deprisa debes girar.

El efecto Coriolis explica por qué cualquier cosa que se mueva a través del aire en línea recta, lateralmente respecto al giro de la Tierra, parecerá, si se da suficiente distancia, curvarse a la derecha en el hemisferio norte y hacia la izquierda en el hemisferio sur al girar la Tierra bajo ella. El modo habitual de visualizar esto es imaginarte en el centro de un gran tiovivo y lanzar una pelota a alguien situado en el borde. Cuando la pelota alcanza el perímetro, la persona a la que se le tira se ha desplazado ya y la pelota pasa detrás de ella. Desde su perspectiva, parece como si se hubiese alejado de él describiendo una curva. Éste es el efecto Coriolis y es lo que da su sinuosidad a los sistemas meteorológicos y lanza
los huracanes haciéndolos girar como si fueran peonzas. Elefecto Coriolis es también la razón de que los cañones de los barcos que disparan proyectiles artilleros tengan que ajustarse a la izquierda o a la derecha; un proyectil disparado a 25 millas se desviaría, si no, en unas 100 yardas y se hundiría inofensivamente en el mar.

A pesar de la importancia práctica y psicológica del tiempo para casi todo el mundo, la meteorología no se puso en realidad en marcha como ciencia hasta poco antes de iniciarse el siglo XIX (aunque el término en sí, meteorología, llevaba rodando por ahí desde 1.626, en que lo acuñó un tal T. Granger en un libro de lógica).

Parte del problema era que una meteorología satisfactoria exige mediciones precisas de temperaturas, y los termómetros demostraron ser durante mucho tiempo más difíciles de hacer de lo que podría suponerse. Una lectura precisa dependía de que se consiguiese una perforación muy uniforme de un tubo de cristal, y eso no era fácil de hacer. El primero que resolvió el problema fue Daniel Gabriel Fahrenheit, un constructor de instrumentos holandés que consiguió hacer un termómetro preciso en 1717. Sin embargo, por razones desconocidas, calibró el instrumento de manera que situó la congelación a los 32 grados y la ebullición a los 212. Esa excentricidad numérica molestó desde el principio a algunas personas y, en 1742, Anders Celsius, un astrónomo sueco, presentó una escala rival. Para probar la proposición de que los inventores raras veces hacen las cosas bien del todo, Celsius situó la ebullición en elpunto 0 y la congelación en el punto 100 de su escala, pero eso no tardó en invertirse.

La persona a la que se considera mayoritariamente el padre de la meteorología moderna fue un farmacéutico inglés llamado Luke Howard, que se hizo célebre a principios del siglo XIXI. Hoy se le recuerda sobre todo por haber puesto nombre a los tipos de nubes en 1803. Aunque era un miembro activo y respetado de la Sociedad Linneana y empleó los principios de Linneo en su nuevo esquema, Howard eligió como foro para comunicar su nuevo esquema de clasificación una asociación mucho menos conocida, la Sociedad Askesiana. (Puede que recuerdes de un capítulo anterior que esta última era la asociación cuyos miembros eran extraordinariamente adeptos a los placeres del óxido nitroso, así que no podemos estar seguros del todo de que otorgasen a la exposición de Howard la sobria atención que se merecía. Es un tema respecto al cual los estudiosos de Howard curiosamente guardan silencio.)

Howard dividió las nubes en tres grupos: estrato para las nubes en capas, cúmulo para las esponjosas (del latín cumulus, cúmulo o montón) y cirro (de cirrus, que significa en latín rizo o copete) para las formaciones altas, finas y livianas que suelen presagiar tiempo más frío. A estos términos añadió posteriormente un cuarto, nimbo (del latín nimbus, nube), para una nube de lluvia. Lo bueno del sistema de Howard era que los elementos básicos se podían combinar libremente para describir cualquier forma o tamaño de una nubepasajera: estratocúmulo, cirroestrato, cumulonimbo, etcétera. Tuvo un éxito inmediato y no sólo en Inglaterra. A Goethe le entusiasmó tanto el sistema que le dedicó a Howard cuatro poemas.

Se ha añadido mucho al sistema a lo largo de los años» tanto que el Atlas Internacional de Nubes, enciclopédico aunque poco leído, consta de dos volúmenes, pero es interesante considerar que de todos los tipos de nubes posthowarianos no ha llegado a retener nadie casi ninguno fuera del medio de la meteorología e incluso, según me han dicho, tampoco demasiado dentro de ese medio (mamato, pileo, nebulosis, espisato, floco y mediocrisis son una muestra de esos nombres). Por otra parte, la primera edición, mucho más breve, de ese atlas, hecha en 2896, dividía las nubes en 10 tipos básicos, de los que la más llenita y de aspecto más blando y mullido era la número 9, el cumulonimbo, (Si alguna vez te ha impresionado la nítida belleza y la claridad con que tienden a estar definidos los bordes de los cúmulos, mientras que en otras nubes son más borrosos, la explicación es que hay un límite pronunciado entre el interior húmedo de un cúmulo y el aire seco de fuera de él. El aire seco que hay en el exterior elimina inmediatamente toda molécula de agua que se aventure fuera del borde de la nube y eso es lo que permite mantener ese perfil nítido. Los cirros, que son mucho más altos, están compuestos de hielo y la zona situada entre el borde de la nube y el aire exterior no está tan claramente delineada, y ésa es larazón de que tiendan a tener unos bordes imprecisos. (N. del A.). Ése parece haber sido el motivo de la expresión inglesa «estar en la novena nube».

Pese a todo el brío y la furia de la esporádica nube de tormenta de cabeza de yunque, la nube ordinaria es en realidad una cosa benigna y, sorprendentemente, insustancial. Un esponjoso cúmulo estival de varios cientos de metros de lado puede contener sólo de 100 a 250 litros de agua, es decir, como ha explicado James Trefil, «más o menos lo suficiente para llenar una bañera». Puedes hacerte cierta idea del carácter inmaterial de las nubes caminando entre la niebla, que es, después de todo, una nube que no tiene ganas de volar. Citando de nuevo a Trefil: «Si caminas 100 metros entre una
niebla típica, entrarás en contacto sólo con media pulgada cúbica de agua, que no es bastante ni siquiera para un trago decente». Así que las nubes no son grandes depósitos de agua. Sólo aproximadamente un 0,035% del agua potable de la Tierra flota alrededor y por encima de nosotros continuamente.

La prognosis de una molécula de agua varía mucho, dependiendo de dónde caiga. Si aterriza en suelo fértil, la absorberán las plantas o volverá a evaporarse directamente en un plazo de horas o días. Pero, si se abre camino hasta la capa freática, puede tardar muchos años en volver a ver la luz del Sol, miles si llega realmente a penetrar muy hondo. Cuando contemplas un lago, estás contemplando una colección de moléculas que llevan allí como media diez años. Secree que el tiempo de residencia en el mar se acerca más a los cien años. Aproximadamente, un 60% de las moléculas de agua de un chaparrón vuelve a la atmósfera en uno o dos días. Una vez que se evaporan, no pasan en el cielo más de una semana -Drury dice que doce días- sin que caigan de nuevo a tierra como lluvia.

La evaporación es un proceso rápido, como se puede comprobar por el destino de un charco en un día de verano. Incluso algo tan grande como el Mediterráneo se secaría en mil años si no se repusiese el agua continuamente. Ese acontecimiento se produjo hace poco menos de seis millones de años y provocó lo que la ciencia conoce como la Crisis de Salinidad Mesiniana. Lo que pasó fue que el movimiento continental cerró el estrecho de Gibraltar. Cuando el Mediterráneo se secó, su contenido evaporado cayó como lluvia de agua dulce en otros mares, diluyendo levemente su salinidad…, diluyéndolos, en realidad, lo suficiente para que se congelasen áreas mayores de lo habitual. La región de hielo ampliada rechazó más el calor solar e introdujo a la Tierra en una edad del hielo. Eso es al menos lo que sostiene la teoría.

Lo que es seguro, en la medida en que podemos saberlo, es que un pequeño cambio en la dinámica de la Tierra puede tener repercusiones que desbordan nuestra imaginación. Un acontecimiento de ese tipo puede incluso habernos creado, como veremos un poco más adelante.

El verdadero centro motor del comportamiento de la superficie del planeta son los mares. De hecho, losmeteorólogos tratan cada vez más la atmósfera y los mares como un sistema único, y ése es el motivo de que debamos prestarles un poco de atención ahora. Al agua se le da de maravilla la tarea de retener y transportar calor, cantidades increíblemente
grandes de él. La Corriente del Golfo transporta a diario una cantidad de calor hacia Europa equivalente a la producción de carbón mundial de diez años, que es el motivo de que Inglaterra e Irlanda tengan unos inviernos tan suaves comparados con los de Canadá y Rusia. Pero el agua también se calienta despacio, y por eso lagos y piscinas están fríos incluso los días más calurosos. Por esa razón tiende a haber un lapso entre el inicio oficial astronómico de una estación y la sensación concreta de que ha empezado; Así, la primavera puede empezar oficialmente en el hemisferio norte en marzo, pero en la mayoría de los lugares no se tiene la sensación de que sea primavera hasta el mes de abril como muy pronto.

Los mares no son una masa de agua uniforme. Sus diferencias de temperatura, salinidad, profundidad, densidad, etcétera, tienen enormes repercusiones en su forma de transmitir el calor de un lugar a otro, lo que afecta a su vez al clima. El Atlántico, por ejemplo, es más salado que el Pacífico, y es bueno que lo sea. El agua es más densa cuanto más salada es, y el agua densa se hunde. Sin su peso suplementario de sal, las corrientes atlánticas continuarían hasta el Ártico, calentando el polo Norte, pero privando a Europa de todo ese agradablecalor. El principal agente de transferencia de calor que hay en la Tierra es lo que se llama circulación termohalina, que se origina en las corrientes lentas y profundas a gran distancia de la superficie, un proceso que detectó por primera vez el científico-aventurero conde Von Rumford en 1797. Lo que sucede es que las aguas superficiales, cuando llegan a las proximidades de Europa, se hacen más densas y se hunden a grandes profundidades e inician un lento viaje de regreso al hemisferio sur. Cuando llegan a la Antártida, se incorporan a la corriente circumpolar antártica, que acaba conduciéndolas al Pacífico. El proceso es muy lento (el agua puede tardar 1.500 años en llegar desde el Atlántico Norte a la zona media del Pacífico), pero los volúmenes de calor y de agua que se desplazan son muy considerables y la influencia en el clima es enorme.

El término significa una serie de cosas para distintas personas, al parecer. En noviembre del año 2002, Carl Wunsch, del MIT, publicó un informe en Science, «sQué es la circulación termohalina?», en el que comentaba que la expresión ha sido empleada en importantes publicaciones para indicar siete fenómenos distintos como mínimo (circulación en el nivel abisal, circulación motivada por diferencias de densidad o flotabilidad, «circulación giratoria meridional de masa», etcétera), aunque todos se relacionan con circulaciones oceánicas y con la trasferencia de calor, que es el sentido cautamente vago y general que yo empleo aquí. (N. del A.)

(Encuanto a la cuestión de cómo pudo alguien calcular lo que tarda una gota de agua en desplazarse de un océano a otro, la respuesta es que los científicos pueden determinar en qué cuantía están presentes en el agua compuestos como los clorofluorocarbonos y calcular el tiempo transcurrido desde la última vez que estuvieron en el aire. Comparando un gran número de mediciones de profundidades y emplazamientos diferentes, pueden cartografiar con razonable precisión los movimientos del agua.)

La circulación termohalina no sólo desplaza el calor de un punto a otro, sino que contribuye también a elevar los nutrientes cuando las corrientes ascienden y descienden, haciendo habitables mayores volúmenes de océano para los peces y otras criaturas marinas. Parece, por desgracia, que la circulación puede ser también muy sensible al cambio. Según simulaciones de ordenador, incluso una dilución modesta del contenido de sal del océano (por un aumento de la fusión de la capa de hielo de Groenlandia, por ejemplo) podría perturbar de forma desastrosa el ciclo.

Los mares se hacen favores unos a otros que también nos favorecen a nosotros. Absorben enormes volúmenes de carbono y proporcionan un medio para que éste quede bien guardado. Una de las peculiaridades de nuestro sistema solar es que el Sol arde con un 25% más de luminosidad ahora que cuando el sistema solar era joven. Eso debería haber tenido como consecuencia que la Tierra fuese mucho más cálida. De hecho, como ha dicho el geólogo inglés AubreyManning: «Este cambio colosal debería haber tenido unas consecuencias absolutamente catastróficas en la Tierra y, sin embargo, parece que nuestro mundo apenas se ha visto afectado».

sQué mantiene, pues, estable y fresco el planeta?

Lo hace la vida. Trillones y trillones de pequeños organismos marinos, de los que muchos de nosotros no hemos oído hablar jamás (foraminíferos, cocolitos y algas calcáreas), captan el carbono atmosférico en forma de bióxido de carbono, cuando cae como lluvia, y lo emplean (en combinación con otras cosas) para hacer sus pequeñas cáscaras. Encerrando el carbono en sus cáscaras, impiden que vuelva a evaporarse y a pasar a la atmósfera, donde se acumularía peligrosamente como gas de efecto invernadero. Más tarde, todos los pequeños foraminíferos, cocolitos y demás animales similares mueren y caen al fondo del mar, donde se convierten en piedra calcárea. Resulta extraordinario, al contemplar un rasgo natural asombroso como los acantilados blancos de Dover en Inglaterra, considerar que están compuestos casi exclusivamente por pequeños organismos marinos muertos, pero resulta todavía más notable cuando te das cuenta de la cantidad de carbono que retienen acumulativamente. Un cubo de 25 centímetros de greda de Dover contendrá bastante más de mil litros de dióxido de carbono comprimido que, de no estar allí, no nos haría ningún bien. Hay en total 20.000 veces más carbono retenido en las rocas de la Tierra que en la atmósfera. Gran parte de esa piedra calcárea acabaráalimentando volcanes, y el carbono volverá a la atmósfera y caerá con la lluvia a la Tierra, que es el motivo de que se llame a esto el ciclo a largo plazo del carbono. El proceso lleva mucho tiempo (aproximadamente medio millón de años para un átomo de carbono típico), pero si no hay ninguna otra perturbación colabora con notable eficiencia en la tarea de mantener estable el clima.

Por desgracia, los seres humanos tienen una imprudente tendencia a perturbar ese ciclo incorporando a la atmósfera grandes cantidades de carbono suplementarias, estén los foraminíferos preparados para ello o no. Se ha calculado que, desde 1850, se han lanzado al aire 100.000 millones de toneladas de carbono extra, un total que aumenta en unos 7.000 millones de toneladas al año. En realidad, no es tanto, en conjunto. La naturaleza (principalmente a través de las erupciones volcánicas y la descomposición de las plantas) lanza a la atmósfera unos 200.000 millones de toneladas de dióxido de carbono al año, casi treinta veces más que los humanos con los coches y las fábricas. Pero no hay más que contemplar la niebla que se cierne sobre nuestras ciudades, el Gran Cañón del Colorado o incluso, a veces, los Acantilados Blancos de Dover, para darse cuenta de la diferencia entre una aportación y otra.

Sabemos por muestras de hielo muy antiguo que el nivel «natural» de dióxido de carbono atmosférico (es decir, antes de que empezásemos a aumentarlo con la actividad industrial) es de unas 280 partes por millón. En 1958,cuando los científicos empezaron a prestar atención al asunto, se había elevado a 315 partes por millón. Hoy es de más de 360 partes por millón y aumenta aproximadamente un cuarto del 1% al año. A finales del siglo XXI se prevé que ascienda a unas 560 partes por millón.

Hasta ahora, los bosques -que también retienen un montón de carbono- y los océanos han conseguido salvarnos de nosotros mismos; pero, como dice Peter Cox de la Oficina Meteorológica Británica: «Hay un umbral crítico en el que la biosfera natural deja de protegernos de los efectos de nuestras emisiones y, en realidad, empieza a amplificarlos». Lo que se teme es que pueda producirse un aumento muy rápido del calentamiento de la Tierra. Muchos árboles y otras plantas incapaces de adaptarse morirían, liberando sus depósitos de carbono y aumentando el problema. Ciclos así se han producido de cuando en cuando en el pasado lejano, sin contribución humana. La buena noticia es que, incluso en esto, la naturaleza es absolutamente maravillosa. Es casi seguro que el ciclo del carbono se restablecerá al final y devolverá a la Tierra a una situación de estabilidad y felicidad. La última vez que lo hizo, no tardó más que 60.000 años.


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