Consultar ensayos de calidad


El poderoso Átomo




Mientras Einstein y Hubble desvelaban con eficacia la estructura del cosmos a gran escala, otros se esforzaban por entenderalgo más próximo pero igualmente remoto a su manera: el diminuto y siempre misterioso átomo.

El gran físico del Instituto Tecnológico de California, Richard Feynman, dijo una vez que si hubiese que reducir la historia científica a una declaración importante, ésta sería: «Todas las cosas están compuestas por átomos» Están en todas partes y lo forman todo. Mira a tu alrededor. Todo son átomos. No sólo los objetos sólidos como las paredes, las mesas y los sofás, sino el aire que hay entre ellos. Y están ahí en cantidades que resultan verdaderamente inconcebibles.

La disposición operativa fundamental de los átomos es la molécula (que significa en latín «pequeña masa»). Una molécula es simplemente dos o más átomos trabajando juntos en una disposición más o menos estable: si añades dos átomos de hidrógeno a uno de oxígeno, tendrás una molécula de agua. Los químicos suelen pensar en moléculas más que en elementos, lo mismo que los escritores suelen pensar en palabras y no en letras, así que es con las moléculas con las que cuentan ellos, y son, por decir poco, numerosas. Al nivel del mar y a una temperatura de 0°C, un centímetro cúbico de aire (es decir, un espacio del tamaño aproximado de un terrón de azúcar) contendrá 45.000 millones de millones de moléculas./ Y ese es el número que hay en cada centímetro cúbico que ves a tu alrededor. Piensa cuántos centímetros cúbicos hay en el mundo que se extienden al otro lado de tu ventana, cuántos terrones de azúcar harían falta para llenar eso.Piensa luego cuántos harían falta para construir un universo. Los átomos son, en suma, muy abundantes.



Son también fantásticamente duraderos. Y como tienen una vida tan larga, viajan muchísimo. Cada uno de los átomos que tú posees es casi seguro que ha pasado por varias estrellas y ha formado parte de millones de organismos en el camino que ha recorrido hasta llegar a ser tú. Somos atómicamente tan numerosos y nos reciclamos con tal vigor al morir que, un número significativo de nuestros átomos (más de mil millones de cada uno de nosotros, según se ha postulado), probablemente pertenecieron alguna vez a Shakespeare. Mil millones más proceden de Buda, de Gengis Kan, de Beethoven y de cualquier otro personaje histórico en el que puedas pensar (los personajes tienen que ser, al parecer, históricos, ya que los átomos tardan unos decenios en redistribuirse del todo; sin embargo, por mucho que lo desees, aún no puedes tener nada en común con Elvis Presley).

Así que todos somos reencarnaciones, aunque efímeras. Cuando muramos, nuestros átomos se separarán y se irán a buscar nuevos destinos en otros lugares (como parte de una hoja, de otro ser humano o de una gota de rocío). Sin embargo, esos átomos continúan existiendo prácticamente siempre. Nadie sabe en realidad cuánto tiempo puede sobrevivir un átomo pero, según Martin Rees, probablemente unos 1035 años, un número tan elevado que hasta yo me alegro de poder expresarlo en notación matemática.

Sobre todo, los átomos son pequeños, realmentediminutos. Medio millón de ellos alineados hombro con hombro podrían esconderse detrás de un cabello humano. A esa escala, un átomo solo es en el fondo imposible de imaginar, pero podemos intentarlo.

Empieza con un milímetro, que es una línea así de larga: -. Imagina ahora esa línea dividida en mil espacios iguales. Cada uno de esos espacios es una micra. Ésta es la escala de los microorganismos. Un paramecio típico, por ejemplo (se trata de una diminuta criatura unicelular de agua dulce) tiene unas dos micras de ancho (0,002 milímetros), que es un tamaño realmente muy pequeño. Si quisieses ver a simple vista un paramecio nadando en una gota de agua, tendrías que agrandar la gota hasta que tuviese unos doce metros de anchura. Sin embargo, si quisieses ver los átomos de esa misma gota, tendrías que ampliarla hasta que tuviese 24 kilómetros de anchura.

Dicho de otro modo, los átomos existen a una escala de diminutez de un orden completamente distinto. Para descender hasta la escala de los átomos, tendrías que coger cada uno de esos espacios de micra y dividirlo en 10.000 espacios más pequeños. Ésa es la escala de un átomo: una diezmillonésima de milímetro. Es un grado de pequeñez que supera la capacidad de nuestra imaginación, pero puedes hacerte una idea de las proporciones si tienes en cuenta que un átomo es, respecto a la línea de un milímetro de antes, como el grosor de una hoja de papel respecto a la altura del Empire State.

La abundancia y la durabilidad extrema de los átomoses lo que los hace tan útiles. Y la pequeñez es lo que los hace tan difíciles de detectar y de comprender. La idea de que los átomos son esas tres cosas (pequeños, numerosos y prácticamente indestructibles) y que todas las cosas se componen de átomos, no se le ocurrió a Antoine-Lautrent Lavoisier, como cabría esperar, ni siquiera a Henry Cavendish ni a Humphry Davy, sino más bien a un austero cuáquero inglés de escasa formación académica, llamado John Dalton, con quien ya nos encontramos en el capítulo 7.

Dalton nació en 1766, en la región de los lagos, cerca de Cockermouth, en el seno de una familia de tejedores cuáqueros pobres y devotos. (Cuatro años después se incorporaría también al mundo en Cockermouth el poeta William Wordsworth.) Dalton era un estudiante de una inteligencia excepcional, tanto que a los doce años, una edad increíblemente temprana, le pusieron al cargo de la escuela cuáquera local. Eso quizás explique tanto sobre la escuela como sobre la precocidad de Dalton, pero tal vez no: sabemos por sus diarios que, por esas mismas fechas, estaba leyendo los Principia de Newton –los leía en el original, en latín- y otras obras de una envergadura igual de formidable; a los quince años, sin dejar de enseñar en la escuela, aceptó un trabajo en el pueblo cercano de Kendal y, diez años después, se fue a Manchester de donde apenas se movió en los cincuenta restantes años de su vida. En Manchester se convirtió en una especie de torbellino intelectual: escribió libros y artículossobre temas que abarcaban desde la meteorología hasta la gramática. La ceguera cromática, una enfermedad que padecía, se denominó durante mucho tiempo daltonismo por sus estudios sobre ella. Pero lo que le hizo famoso fue un libro muy gordo titulado Un nuevo sistema de filosofía química, publicado en 1808.

En ese libro, en un breve capítulo de cinco páginas -de las más de novecientas que tenía-, los ilustrados encontraron por primera vez átomos en una forma que se aproximaba a su concepción moderna. La sencilla idea de Dalton era que en la raíz de toda la materia hay partículas irreductibles extraordinariamente pequeñas. «Tan difícil sería introducir un nuevo planeta en el sistema solar, o aniquilar uno ya existente, como crear o destruir una partícula de hidrógeno», decía.

Ni la idea de los átomos ni el término mismo eran exactamente nuevos. Ambas cosas procedían de los antiguos griegos. La aportación de Dalton consistió en considerar los tamaños relativos y las características de estos átomos y cómo se unían. Él sabía, por ejemplo, que el hidrógeno era el elemento más ligero, así que le asignó un peso atómico de uno. Creía también que el agua estaba formada por siete partes de oxígeno y una de hidrógeno, y asignó en consecuencia al oxígeno un peso atómico de siete. Por ese medio, pudo determinar los pesos relativos de los elementos conocidos. No fue siempre terriblemente exacto, el peso atómico del oxígeno es 16 en realidad, no 7, pero el principio era sólido y constituyó la base detoda la química moderna y de una gran parte del resto de la ciencia actual.

La obra hizo famoso a Dalton, aunque de una forma modesta, como correspondía a un cuáquero inglés. En 1826, el químico francés P. J. Pelletier fue hasta Manchester7 para conocer al héroe atómico. Esperaba que estuviese vinculado a alguna gran institución, así que se quedó asombrado al encontrarle enseñando aritmética elemental a los niños de una pequeña escuela de un barrio pobre. Según el historiador de la ciencia E. J. Holmyard, Pelletier tartamudeó8 confuso contemplando al gran hombre: «Est-ce que j'ai l'honneur de m'addresser á Monsieur Dalton?», pues le costaba creer lo que veían sus ojos, que aquel fuese el químico famoso en toda Europa y que estuviese enseñando a un muchacho las primeras cuatro reglas. «Sí -repuso el cuáquero con total naturalidad-. sPodría sentarse y esperar un poco, que estoy explicando a este muchacho aritmética?»

Aunque Dalton intentó rehuir todos los honores, le eligieron miembro de la Real Sociedad contra su voluntad, lo cubrieron de medallas y le concedieron una generosa pensión oficial. Cuando murió, en 1844, desfilaron ante su ataúd cuarenta mil personas, y el cortejo fúnebre se prolongó más de tres kilómetros. Su entrada del Dictionary of National Biography es una de las más largas, sólo compite en extensión entre los científicos del siglo xix con las de Darwin y Lyell.

La propuesta de Dalton siguió siendo sólo una hipótesis durante un siglo y unos cuantos científicoseminentes (entre los que destacó el físico vienés Ernst Mach, al que debe su nombre la velocidad del sonido) dudaron de la existencia de los átomos. «Los átomos no pueden apreciarse por los sentidos… son cosas del pensamiento», escribió. Tal era el escepticismo con que se contemplaba la existencia de los átomos en el mundo de habla alemana, en particular, que se decía que había influido en el suicidio del gran físico teórico y entusiasta de los átomos Ludwig Boltzmann en 1906.

Fue Einstein quien aportó en 1905 la primera prueba indiscutible de la existencia de los átomos, con su artículo sobre el movimiento browniano, pero esto despertó poca atención y, de todos modos, Einstein pronto se vería absorbido por sus trabajos sobre la relatividad general. Así que el primer héroe auténtico de la era atómica, aunque no el primer personaje que salió a escena, fue Ernest Rutherford. Rutherford nació en 1871 en el interior de Nueva Zelanda, de padres que habían emigrado de Escocia para cultivar un poco de lino y criar un montón de hijos (parafraseando a Steven Weinberg). Criado en una zona remota de un país remoto, estaba todo lo alejado que se podía estar de la corriente general de la ciencia, pero en 1895 obtuvo una beca que le llevó al Laboratorio Cavendish de la Universidad de Cambridge, que estaba a punto de convertirse en el lugar más interesante del mundo para estudiar la física.

Los físicos son notoriamente despectivos con los científicos de otros campos. Cuando al gran físico austriacoWolfgang Paul le abandonó su mujer por un químico, no podía creérselo. «Si hubiese elegido un torero lo habría entendido -comentó asombrado a un amigo-. Pero un químico…»

Era un sentimiento que Rutherford habría entendido. «La ciencia es toda ella o física o filatelia», dijo una vez, una frase que se ha utilizado muchas veces desde entonces. Hay por tanto cierta ironía simpática en que le diesen el premio Nobel de Química en 1908 y no el de Física.

Rutherford fue un hombre afortunado… afortunado por ser un genio, pero aún más afortunado por vivir en una época en que la física y la química eran muy emocionantes y compatibles (pese a sus propios sentimientos). Nunca volverían a solaparse tan cómodamente.

Pese a todo su éxito, Rutherford no era una persona demasiado brillante y no se le daban demasiado bien las matemáticas. Era frecuente que se perdiese en sus propias ecuaciones en sus clases, hasta el punto de verse obligado a medio camino a renunciar y a decirles a sus alumnos que lo resolviesen ellos por su cuenta. Según James Chadwick, que fue colega suyo mucho tiempo, y que descubrió el neutrón, ni siquiera se le daba demasiado bien la experimentación. Era simplemente tenaz y objetivo. Se valía de la astucia y de una audacia especial más que de la inteligencia. Según un biógrafo, su mente «se dirigía siempre hacia las fronteras, todo lo lejos que podía llegar, y eso era siempre ir mucho más lejos de lo que podían llegar la mayoría de los hombres». Enfrentado a un problemainsoluble, estaba dispuesto a trabajar en él con más ahínco y durante más tiempo que la mayoría de la gente y a ser más receptivo a las explicaciones heterodoxas. Su mayor descubrimiento se produjo porque estaba dispuesto a pasarse horas infinitamente tediosas, sentado frente a una pantalla, contando los centelleos de las denominadas partículas alfa, que era el tipo de tarea que normalmente se encargaba a otro. Fue uno de los primeros (puede que el primero) que se dio cuenta de que la energía contenida en el átomo podría servir, si se utilizaba, para fabricar bombas lo bastante potentes para «hacer que este viejo mundo se desvanezca en humo».

Físicamente era grande e imponente, con una voz que hacía encogerse a los tímidos. En una ocasión, un colega al que le dijeron que Rutherford estaba a punto de hacer una transmisión de radio a través del Atlántico, preguntó secamente: «sY por qué utiliza la radio?». Poseía también una cuantía inmensa de seguridad bonachona en sí mismo. Alguien comentó en una ocasión que siempre parecía estar en la cresta de la ola, y él respondió: «Bueno, después de todo, la ola la hice yo, sno?». C. P. Snow recordaba que le oyó comentar en una sastrería de Cambridge: «Me expando a diario en el contorno físico. Y mentalmente».

Pero tanto el contorno físico expandido como la fama se hallaban aún muy lejos de él en 1895, cuando empezó a trabajar en el Laboratorio Cavendish. Fue un periodo singularmente crucial para la ciencia. En el año que Rutherford llegó a Cambridge,Wilhelm Roentgen descubrió los rayos X en la Universidad de Würzburg, en Alemania; al año siguiente, Henri Becquerel descubrió la radiactividad. Y el propio Laboratorio Cavendish estaba a punto de iniciar un largo periodo de grandeza. Allí, en 1897, J. J. Thompson y unos colegas suyos descubrieron el electrón, en 1911 C. T. R. Wilson construyó el primer detector de partículas (como ya veremos) y, en 1932, James Chadwick descubrió el neutrón. Más adelante, en 1953, James Watson y Francis Criick descubrirían, también en el Laboratorio Cavendish, la estructura del ADN.

Rutherford trabajó al principio en ondas de radio con cierta distinción (consiguió transmitir una señal nítida a más de 1.600 metros de distancia, un triunfo muy notable para la época), pero lo dejó al convencerlo un colega más veterano de que la radio tenía poco futuro. Sin embargo, no hizo demasiados progresos en el Laboratorio Cavendish y, después de pasar tres años allí, considerando que no estaba yendo a ninguna parte, aceptó un puesto en la Universidad McGill de Montreal, donde inició su larga y firme ascensión a la grandeza. En la época en que recibió su premio Nobel (por «investigaciones sobre la desintegración de los elementos y la química de las sustancias radiactivas», según la mención oficial) se había trasladado ya a la Universidad de Manchester y sería allí, en realidad, donde haría su trabajo más importante sobre la estructura y la naturaleza del átomo.

A principios del siglo XX se sabía que los átomosestaban compuestos de partes -lo había demostrado Thompson al descubrir el electrón-, pero no se sabía cuántas partes había, cómo encajaban entre sí ni qué forma tenían. Si bien algunos físicos pensaban que los átomos podían ser cubiformes, por lo bien que pueden agruparse los cubos sin desperdicio alguno de espacio. La idea predominante era, sin embargo, que un átomo se parecía más a un bollito de pasas que a budín de ciruelas, es decir, era un objeto denso, sólido con una carga positiva pero tachonado de electrones de carga negativa, como las pasas de un bollo de pasas.

En 1910, Rutherford -con la ayuda de su alumno Hans Geiger, que inventaría más tarde el detector de radiación que lleva su nombre- disparó átomos de helio ionizados, o partículas alfa, contra una lámina de oro. (Geiger se convertiría también más tarde en un nazi leal, traicionando sin vacilar a colegas judíos, incluidos muchos que le habían ayudado. (N. del A.). Rutherford comprobó asombrado que algunas de las partículas rebotaban. Era, se dijo, como si hubiese disparado una bala de 15 pulgadas contra una hoja de papel y hubiese rebotado cayéndole en el regazo. No se suponía que pudiese suceder aquello. Tras una considerable reflexión comprendió que sólo había una explicación posible: las partículas que rebotaban lo hacían porque chocaban con algo pequeño y denso, situado en el corazón del átomo, mientras que las otras partículas atravesaban la lámina de oro sin impedimentos. Rutherford comprendió que un átomo eramayoritariamente espacio vacío, con un núcleo muy denso en el centro. Era un descubrimiento sumamente grato, pero planteaba un problema inmenso: de acuerdo con todas las leyes de la física convencional, los átomos no deberían existir.

Detengámonos un momento a considerar la estructura del átomo tal como la conocemos hoy. Cada átomo está compuesto por tres clases de partículas elementales: protones, que tienen una carga eléctrica positiva; electrones, que tienen una carga eléctrica negativa; y neutrones, que no tienen ninguna carga. Los protones y los neutrones están agrupados en el núcleo, mientras que los electrones giran fuera, en torno a él. El número de protones es lo que otorga a un átomo su identidad química. Un átomo con un protón es un átomo de hidrógeno, uno con dos protones es helio, con tres protones litio y así sucesivamente siguiendo la escala. Cada vez que añades un protón consigues un nuevo elemento. (Como el número de protones de un átomo está siempre equilibrado por un número igual de electrones, verás a veces escrito que es el número de electrones el que define un elemento; viene a ser la misma cosa. Lo que a mí me explicaron fue que los protones dan a un átomo su identidad, los electrones su personalidad.)

Los neutrones no influyen en la identidad del átomo, pero aumentan su masa. El número de neutrones es en general el mismo que el número de protones, pero puede haber leves variaciones hacia arriba y hacia abajo.

Añade o quita un neutrón o dos y tendrás un isótopo.Los términos que oyes en relación con las técnicas de datación en arqueología se refieren a isótopos, el carbono 14 por ejemplo, que es un átomo de carbono con seis protones y ocho neutrones (el 14 es la suma de los dos).

Los neutrones y los protones ocupan el núcleo del átomo. El núcleo es muy pequeño (sólo una millonésima de milmillonésima de todo el volumen del átomo), pero fantásticamente denso, porque contiene prácticamente toda su masa. Como ha dicho Cropper, si se expandiese un átomo hasta el tamaño de una catedral, el núcleo sería sólo del tamaño aproximado de una mosca (aunque una mosca muchos miles de veces más pesada que la catedral). Fue esa espaciosidad (esa amplitud retumbante e inesperada) lo que hizo rascarse la cabeza a Rutherford en 1910.

Sigue resultando bastante pasmoso que los átomos sean principalmente espacio vacío, y que la solidez que experimentamos a nuestro alrededor sea una ilusión. Cuando dos objetos se tocan en el mundo real (las bolas de billar son el ejemplo que se utiliza con más frecuencia) no chocan entre sí en realidad. «Lo que sucede más bien -como explica Timothy Ferris- es que los campos de las dos bolas que están cargados negativamente se repelen entre sí… Si no fuese por sus cargas eléctricas, podrían, como las galaxias, pasar una a través de la otra sin ningún daño.» Cuando te sientas en una silla, no estás en realidad sentado allí, sino levitando por encima de ella a una altura de un angstrom (una cienmillonésima de centímetro), con tuselectrones y sus electrones oponiéndose implacablemente a una mayor intimidad.

La imagen de un átomo que casi todo el mundo tiene en la cabeza es la de un electrón o dos volando alrededor de un núcleo, como planetas orbitando un sol. Esa imagen la creó en 1904, basándose en poco más que una conjetura inteligente, un físico japonés llamado Hantaro Nagaoka. Es completamente falsa, pero ha perdurado pese a ello. Como le gustaba decir a Isaac Asimov, inspiró a generaciones de escritores de ciencia ficción a crear historias de mundos dentro de mundos, en que los átomos se convertían en diminutos sistemas solares habitados o nuestro sistema solar pasaba a ser simplemente una mota en una estructura mucho mayor. Hoy día incluso la Organización Europea para la Investigación Nuclear (cuyas siglas en inglés son CERN) utiliza la imagen de Nagaoka como logotipo en su portal de la red. De hecho, como pronto comprendieron los físicos, los electrones no se parecen en nada a planetas que orbitan, sino más bien a las aspas de un ventilador que gira, logrando llenar cada pedacito de espacio de sus órbitas simultáneamente, pero con la diferencia crucial de que las aspas de un ventilador sólo parecen estar en todas partes a la vez y los electrones están.

No hace falta decir que en 1910, y durante mucho tiempo después, se sabía muy poco de todo esto. El descubrimiento de Rutherford planteó inmediatamente algunos grandes problemas, siendo uno de los más graves el de que ningún electrón debería ser capaz deorbitar un núcleo sin estrellarse en él. Según la teoría electrodinámica convencional, un electrón en órbita debería quedarse sin energía muy pronto (al cabo d e un instante, más o menos) y precipitarse en espiral hacia el núcleo, con consecuencias desastrosas para ambos. Se planteaba también el problema de cómo los protones, con sus cargas positivas, podían amontonarse en el núcleo sin estallar y hacer pedazos el resto del átomo. Estaba claro que, pasase lo que pasase allá abajo, el mundo de lo muy pequeño no estaba gobernado por las mismas leyes que el macromundo en el que residen nuestras expectativas.

Cuando los físicos empezaron a ahondar en este reino subatómico se dieron cuenta de que no era simplemente distinto de todo lo que conocían, sino diferente de todo lo que habían podido imaginar. «Como el comportamiento atómico es tan distinto de la experiencia ordinaria -comentó en una ocasión Richard Feynman-, resulta muy difícil acostumbrarse a él y nos parece extraño y misterioso a todos, tanto al novicio como al físico experimentado. » Cuando Feynman hizo este comentario, los físicos habían tenido ya medio siglo para adaptarse a la rareza del comportamiento atómico. Así que piensa cómo debieron de sentirse Rutherford y sus colegas a principios de 1910, cuando era todo absolutamente nuevo.

Una de las personas que trabajaban con Rutherford era un afable y joven danés, llamado Niels Bohr. En 1913, cuando cavilaba sobre la estructura del átomo, a Bohr se le ocurrió una idea tanemocionante que pospuso su luna de miel para escribir lo que se convirtió en un artículo que hizo época.

Los físicos no podían ver nada tan pequeño como un átomo, así que tenían que intentar determinar su estructura basándose en cómo se comportaba cuandose le hacían cosas, como había hecho Rutherford disparando partículas alfa contra una lámina de oro. Nada tiene de sorprendente que los resultados de esos experimentos fuesen a veces desconcertantes. Uno de estos rompecabezas que llevaba mucho tiempo sin aclararse era el relacionado con las lecturas del espectro de las longitudes de onda del hidrógeno. Se producían pautas que indicaban que los átomos de hidrógeno emitían energía a ciertas longitudes de onda, pero no a otras. Era como si alguien sometido a vigilancia apareciese continuamente en emplazamientos determinados, pero no se le viese nunca viajando entre ellos. Nadie podía entender cómo podía pasar aquello.

Y fue cavilando sobre esto como se le ocurrió a Bohr una solución y escribió rápidamente su famoso artículo. Se titulaba «Sobre la composición de los átomos y las moléculas» y explicaba cómo podían mantenerse en movimiento los electrones sin caer en el núcleo, postulando que sólo podían ocupar ciertas órbitas bien definidas. De acuerdo con la nueva teoría, un electrón que se desplazase entre órbitas desaparecería de una y reaparecería instantáneamente en otra sin visitar el espacio intermedio. Esta teoría (el famoso «salto cuántico») es, por supuesto, absolutamente desconcertante,pero era también demasiado buena para no ser cierta. No sólo impedía a los electrones precipitarse en espiral catastróficamente en el núcleo sino que explicaba también las longitudes de onda inexplicables del hidrógeno. Los electrones sólo aparecían en ciertas órbitas porque sólo existían en ciertas órbitas. Fue una intuición deslumbradora y proporcionó a Bohr el premio Nobel de Física en 1922, el mismo año que recibió Einstein el suyo.

Entre tanto, el incansable Rutherford, ya de nuevo en Cambridge tras suceder a J. J. Thomson como director del Laboratorio Cavendish, dio con un modelo que explicaba por qué no estallaba el núcleo. Pensó que la carga positiva de los protones tenía que estar compensada por algún tipo de partículas neutralizadoras, que denominó neutrones. La idea era sencilla y atractiva, pero nada fácil de demostrar. Un colaborador suyo, James Chadwick, dedicó once intensos años a cazar neutrones, hasta que lo consiguió por fin en 1932. También a él le otorgaron un premio Nobel de Física en 1935. Como indican Boorse y sus colegas en su crónica de todo esto, la demora en el descubrimiento fue probablemente un
hecho positivo, ya que el control del neutrón era esencial para la fabricación de la bomba atómica. (Como los neutrones no tienen carga, no los repelen los campos eléctricos en el corazón del átomo y podían, por ello, dispararse como diminutos torpedos en el interior de un núcleo atómico, desencadenándose así el proceso destructivo conocido como fisión.) Si sehubiese aislado el neutrón en la década de los veinte, indican, es «muy probable que la bomba atómica se hubiese fabricado primero en Europa, indudablemente por los alemanes».

Pero no fue así la cosa, los europeos se hallaban muy ocupados intentado entender la extraña conducta del electrón. El principal problema con el que se enfrentaban era que el electrón se comportaba a veces como una partícula y otras como una onda. Esta dualidad inverosímil estuvo a punto de volver locos a los especialistas. Durante la década siguiente se pensó y escribió afanosamente por toda Europa proponiendo hipótesis rivales. En Francia, el príncipe Louis-Victor de Broglie, vástago de una familia ducal, descubrió que ciertas anomalías en la conducta de los electrones desaparecían cuando se los consideraba ondas. Este comentario llamó la atención del austriaco Erwin Schródinger, que introdujo algunas mejoras e ideó un sistema práctico denominado mecánica ondular. Casi al mismo tiempo, el físico alemán Werner Heisenberg expuso una teoría rival llamada mecánica matricial. Era tan compleja matemáticamente que casi nadie la entendía en realidad, ni siquiera el propio Heisenberg («Yo no sé en realidad lo que es una matriz» le explicó desesperado en determinado momento a un amigo), pero parecía aclarar ciertas incógnitas que las ondas de Schródinger no conseguían desvelar.

El problema era que la física tenía dos teorías, basadas en premisas contrapuestas, que producían los mismos resultados. Era una situaciónimposible.

Finalmente, en 1926, Heisenberg propuso un célebre compromiso, elaborando una nueva disciplina que se llamaría mecánica cuántica. En el centro de la misma figuraba el principio de incertidumbre de Heisenberg, según el cual el electrón es una partícula pero una partícula que puede describirse en los mismos términos que las ondas. La incertidumbre en torno a la cual se construye la teoría es que podemos saber qué camino sigue un electrón cuando se desplaza por un espacio, podemos saber dónde está en un instante determinado, pero no podemos saber ambas cosas. Cualquier intento de medir una de las dos cosas perturbará inevitablemente la otra. No se trata de que se necesiten simplemente más instrumentos precisos, es una propiedad inmutable del universo.

Lo que esto significa en la práctica es que nunca puedes predecir dónde estará un electrón en un momento dado. Sólo puedes indicar la probabilidad de que esté allí. En cierto modo, como ha dicho Dennis Overbye, un electrón no existe hasta que se le observa. O, dicho de forma un poco distinta, un electrón debe considerarse, hasta que se le observa, que está «al mismo tiempo en todas partes y en ninguna».

Si esto os parece desconcertante, tal vez os tranquilice un poco saber que también se lo pareció a los físicos. Overbye comenta: «Bohr dijo una vez que una persona que no se escandalizase al oír explicar por primera vez la teoría cuántica era que no entendía lo que le habían dicho». Heisenberg, cuando le preguntaron cómo se podíaimaginar un átomo, contestó: «No lo intentes».

Hay cierta incertidumbre respecto al uso del término incertidumbre en relación con el principio de Heisenberg. Michael Frayn, en un epílogo a su obra Copenhage, comenta que los traductores han empleado varias palabras en alemán (Unsicherheit, Unscharfe, Ungenauigkeit y Unbestimmtheit), pero que ninguna equivale del todo al inglés uncertainty (incertidumbre). Frayn dice que indeterminacy (indeterminación) sería una palabra mejor para definir el principio y que indeterminability (indeterminabilidad) sería aun mejor. En cuanto al propio Heisenberg, utilizó en general Unbestimmtheit. (N. del A.). Así que el átomo resultó ser completamente distinto de la imagen que se había formado la mayoría de la gente. El electrón no vuela alrededor del núcleo como un planeta alrededor de su sol, sino que adopta el aspecto más amorfo de una nube. La «cáscara» de un átomo no es una cubierta dura y brillante como nos inducen a veces a suponer las ilustraciones, sino sólo la más externa de esas velludas nubes electrónicas. La nube propiamente dicha no es más que una zona de probabilidad estadística que señala el área más allá de la cual el electrón sólo se aventura muy raras veces. Así, un átomo, si pudiésemos verlo, se parecería más a una pelota de tenis muy velluda que a una nítida esfera metálica (pero tampoco es que se parezca mucho a ninguna de las dos cosas y, en realidad, a nada que hayas podido ver jamás; estamos hablando de un mundo muy diferente al quevemos a nuestro alrededor).

Daba la impresión de que las rarezas no tenían fin. Como ha dicho James Trefil, los científicos se enfrentaban por primera vez a «un sector del universo que nuestros cerebros simplemente no están preparados para poder entender». O, tal como lo expresó Feynman, «las cosas no se comportan en absoluto a una escala pequeña como a una escala grande». Cuando los físicos profundizaron más, se dieron cuenta de que habían encontrado un mundo en el que no sólo los electrones podían saltar de una órbita a otra sin recorrer ningún espacio intermedio, sino en el que la materia podía brotar a la existencia de la nada absoluta… «siempre que -como dice Alan Lightman del MIT- desaparezca de nuevo con suficiente rapidez».

Es posible que la más fascinante de las inverosimilitudes cuánticas sea la idea, derivada del Principio de Exclusión enunciado por Wolfgang Pauli en 1925, de que ciertos pares de partículas subatómicas pueden «saber» instantáneamente cada una de ellas lo que está haciendo la otra, incluso en el caso de que estén separadas por distancias muy considerables. Las partículas tienen una propiedad llamada giro o espín y, de acuerdo con la teoría cuántica, desde el momento en que determinas el espín de una partícula, su partícula hermana, por muy alejada que esté, empezará a girar inmediatamente en la dirección opuesta y a la misma velocidad.

En palabras de un escritor de temas científicos, Lawrence Joseph, es como si tuvieses dos bolas de billar idénticas, una enOhio y otra en las islas Fiji, y que en el instante en que hicieses girar una la otra empezase a girar en dirección contraria a la misma velocidad exacta. Sorprendentemente, el fenómeno se demostró en 1997, cuando físicos de la Universidad de Ginebra lanzaron fotones en direcciones opuestas a lo largo de kilómetros y comprobaron que, si se interceptaba uno, se producía una reacción instantánea en el otro. Las cosas alcanzaron un tono tal que Bohr comentó en una conferencia, hablando de una teoría nueva, que la cuestión no era si se trataba de una locura sino de si era lo bastante loca. Schródinger, para ejemplificar el carácter no intuitivo del mundo cuántico, expuso un experimento teórico famoso en el que se colocaba en el interior de una caja un gato hipotético con un átomo de una sustancia radiactiva unido a una ampolla de ácido cianhídrico. Si la partícula se desintegraba en el plazo de una hora, pondría en marcha un mecanismo que rompería la ampolla y envenenaría al gato. Si no era así, el gato viviría. Pero no podíamos saber lo que sucedería, así que no había más elección desde el punto de vista científico que considerar al gato un 100% vivo y un 100% muerto al mismo tiempo. Esto significa, como ha dicho Stephen Hawking con cierto desasosiego comprensible, que no se pueden «predecir los acontecimientos futuros con exactitud si uno no puede medir siquiera el estado actual del universo con precisión».

Debido a todas estas extravagancias, muchos físicos aborrecieron la teoríacuántica, o al menos ciertos aspectos de ella, y ninguno en mayor grado que Einstein. Lo que resultaba bastante irónico, porque había sido él, en su annus mirabilis de 1905, quien tan persuasivamente había explicado que los fotones de luz podían comportarse unas veces como partículas y otras como ondas, que era el concepto que ocupaba el centro mismo de la nueva física. «La teoría cuántica es algo muy digno de consideración -comentó educadamente, pero en realidad no le gustaba-, Dios no juega a los dados.» Einstein no podía soportar la idea de que Dios hubiese creado un universo en el que algunas cosas fuesen incognoscibles para siempre. Además, la idea de la acción a distancia (que una partícula pudiese influir instantáneamente en otra situada a billones de kilómetros) era una violación patente de la Teoría Especial de la Relatividad. Nada podía superar la velocidad de la luz y, sin embargo, allí había físicos que insistían en que, de algún modo, a nivel subatómico, la información podía. (Nadie ha explicado nunca, dicho sea de pasada, cómo logran las partículas realizar esta hazaña. Los científicos han afrontado este problema, según el físico Yakir Aharanov, «no pensando en él».)

Se planteaba sobre todo el problema de que la física cuántica introducía un grado de desorden que no había existido anteriormente. De pronto, necesitabas dos series de leyes para explicar la conducta del universo: la teoría cuántica para el mundo muy pequeño y la relatividad para el universo mayor, situado más allá.La gravedad de la teoría de la relatividad explicaba brillantemente por qué los planetas orbitaban soles o por qué tendían a agruparse las galaxias, pero parecía no tener absolutamente ninguna influencia al nivel de las partículas. Hacían falta otras fuerzas para explicar lo que mantenía unidos a los átomos y en la decada de los treinta se descubrieron dos: la fuerza nuclear fuerte y la fuerza nuclear débil. La fuerza fuerte mantiene unidos a los átomos; es lo que permite a los protones acostarse juntos en el núcleo. La fuerza débil se encarga de tareas más diversas, relacionadas principalmente con el control de los índices de ciertos tipos de desintegración radiactiva.

La fuerza nuclear débil es, a pesar de su nombre, miles de miles de millones de veces más fuerte que la gravedad, y la fuerza nuclear fuerte es más potente aún (muchísimo más, en realidad), pero su influjo sólo se extiende a distancias minúsculas. El alcance de la fuerza fuerte sólo llega hasta aproximadamente una cienmilésima del diámetro de un átomo. Es la razón de que el núcleo de los átomos sea tan denso y compacto, así como de que los elementos con núcleos grandes y atestados tiendan a ser tan inestables: la fuerza fuerte no es sencillamente capaz de contener a todos los protones.

El problema de todo esto es que la física acabó con dos cuerpos de leyes (uno para el mundo de lo muy pequeño y otro para el universo en su conjunto) que llevan vidas completamente separadas. A Einstein tampoco le gustó esto. Dedicó elresto de su vida a buscar un medio de unir los cabos sueltos mediante una «gran teoría unificada». No lo consiguió. De vez en cuando, creía que lo había logrado. Pero al final siempre se le desmoronaba todo. Con el paso del tiempo, fue quedándose cada vez más al margen y hasta se le llegó a tener un poco de lástima. Casi sin excepción, escribió Snow, «sus colegas pensaban, y aún piensan, que desperdició la segunda mitad de su vida».

Pero se estaban haciendo progresos reales en otras partes. A mediados de la década de los cuarenta, los científicos habían llegado a un punto en que entendían el átomo a un nivel muy profundo… como demostraron con excesiva eficacia en agosto de 1945 al hacer estallar un par de bombas atómicas en Japón.

Por entonces, se podía excusar a los físicos por creer que habían conquistado prácticamente el átomo. En realidad, en la física de partículas todo estaba a punto de hacerse mucho más complejo. Pero antes de que abordemos esa historia un tanto agotadora, debemos poner al día otro sector de nuestra historia considerando una importante y saludable narración de avaricia, engaño, mala ciencia, varias muertes innecesarias y la determinación final de la edad de la Tierra.


Política de privacidad