No tendría mas de treinta años, pero su rostro se marchitaba
con la celeridad del gajo cercano al fuego, y el alcohol, ese antifaz de la miseria, disolvía sus horas como
un acido.
-¿Qué tal anda usted de grasa? -se presentó gritando
el mayor. Sus cabellos completamente
blancos, los ojos azules y rasgos
firmemente acusados daban dignidad a su continente, a pesar de la barba de varios días.
También a éste era difícil hacerle hablar de su pasado, pero
había habido épocas mejores; la juventud en la escuela militar de Saint Cyr, en Francia,
los viajes por Europa, de donde había vuelto casado.
-Hasta que llegue la «Marfisa»
no tendremos novedad. Pero siéntese Mayor, siempre algo habra para usted mientras
quede alguna cosa en mi cocina. ¿Ha escuchado usted
la radio? ¿No hablaron
de la salida de la lancha?
-Nada, nada. Sabemos que salieron
el «Don Emilio» y el «Don Augusto»,
pero de esto ya hace catorce
días; es muy probable que no lleguen. Habran terminado la venta
por el camino y se volvieron.
-Venga, vamos a apretar el mate. En realidad, tienen razón, no hay combustible y con el río bajo, las correderas estan muy fuertes. En el viaje anterior, el «Cruz de Malta» estuvo tres horas
tratando de alcanzar el puerto. Barco viejo. Lo único
que falta esque también éste se haga una avería.
-Sírvase. Tengo un limón, ¿quiere Ahí va. ¿Siempre
recibe cartas con el
«Cruz de Malta»?
-Sí, mi hija no falla. Cada quince días. ¡Caramba hace
como
cuatro años que no la veo. Dentro de poco terminara sus estudios. Quería venir en vacaciones, pero ¿dónde la meto? y ¿qué hago con la Juana entre tanto? Me
envió su retrato. Es una real moza, se me parece a mí, tiene muy poco de su
madre aunque a veces hay un aire,
es cuando la miro de reojo, rapidamente. A veces hago la prueba pongo la fotografía entre papeles en mi mesa, yo mismo trato
de distraerme y al levantar
lo que tiene encima, ¡hombre la veo salir de misa,
recogido el velo, y prendida en el pecho la rosa encarnada
que yo le había regalado la noche anterior Tenía los ojos azules
color nacimiento del alba
¡Ay, en ese momento,
media vida por un arte!
Amigo, qué regalo del destino,
¡tan espléndido que
echa a perder todo lo que sigue Vuelvo a taparla rapido,
y empiezo otra vez. En fin, un jueguito de viejo, pero tome usted también. Gracias.
-¿No tiene alguna fotografía de ella
misma, de su esposa?
-No, nada. Todo se lo llevó el fuego. Una que quedó
olvidada, se la comieron las ratas. Usted sabe, cuando mas
jóvenes tenemos impulsos. Creíque podría olvidar no dejando ningún retrato, y me arrojé yo mismo a este
desierto para olvidar ¡Ja, ja, ja
y usted ve, en esta soledad, vivimos
rumiando nuestros recuerdos. ¡Imbécil!
Para olvidar, hay que meter otra cosa en el meollo, substituir, aplastar un recuerdo con otros, con una montaña de otros, o vivir tenso en una ansiedad. Buscar otro
centro y girar en torno, pero hemos
venido aquí donde no hay nada, nada mas
que días vacíos y noches sin fin, y
queramos o no, estos días se llenan con los únicos pensamientos que tenemos, aquellos que quisimos olvidar.
Éste es un lazo, una
trampa del
destino, un desquite de la vida que no quiere
muertos en pie. O se esta
sepultado con unos metros
de tierra encima, o se esta vivo con un fin, con
un porqué, para algo Ahí tiene usted a don Julio, ¡ja, ja, ja ese loco también
quiere olvidar, ¿y qué ha hecho? Se ha comprado una serie
de discos arqueológicos que
siguen paso a paso los años
de su vida. «Esta música estaba muy de moda
en 1920, ¿se acuerda, mayor
y este vals en 1926, y esta polca y este
tango, etc., etc.», y se pone a beber recostando la silla al horcón de su rancho, cierra los ojos
y sonríe. ¡A quién
engaña este
imbécil! Si hiciera eso en una juerga desatada
se explicaría su sonrisa, ¡pero nunca en este destierro!,pero, don Eusebio, usted no bebe, ¿me quiere emborrachar para hacerme decir
tonterías?
-Mi mayor, usted sabe que a mí me gusta el fuego lento, y cuando usted vino,
tenía ya presión. Espérese un momento que
voy a encender la lampara. ¡Aníbal,
traeme la lampara!
Vamos a hacer un poco de humo,
¿no le parece? Es la hora de los mosquitos.
Enseguida deben llegar Eugenio y Pulé. Podríamos hacer un truco,
¿qué le parece?
-Esta bien Eusebio, pero mande un poco de grasa a mi vieja. Se me había olvidado.
La bruja es capaz de dejarme sin cena. Sabe que su caña esta exquisita, ¿qué le puso?
-Guaviramí. Le pedí a Caceres la última vez que vino.
-Gran muchacho ese Caceres.
¡El Comisario le tiene
un hambre! Trató a
dos de sus agentes para que le ayudaran
a hacer pasar su tropilla al Brasil, les dio unos pesos y les comprometió
a que se presentaran en el Pasito para el jueves a la noche. Los dos
inocentones se le fueron
con el chisme al Comisario,
y ya creían los «milicos» que se iban a repartir
las cincuenta cabezas; pero Cacerillo
que es una
luz, con un par de buenos señuelos, en media hora pasó la hacienda por la Península. Al otro lado los
brasileños, que no entienden mucho de este
negocio, quedaron admirados. Ellos habían venido con muchos hombres y una lancha.