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La tierra se mueve




Albert Einstein, en una de sus últimas actuaciones profesionales antes de morir en 1955, escribió un prólogo breve pero elogioso al libro del geólogo Charles Hapgood, titulado La cambiante corteza de la Tierra: una clave para algunos problemas básicos de la ciencia de la Tierra. El libro era un ataque firme a la idea de que los continentes estaban en movimiento. En un tono que casi invitaba al lector a unirse a él en una risilla tolerante, Hapgood comentaba que unas cuantas almas crédulas habían apreciado «una aparente correspondencia de forma entre algunos continentes». Daba la impresión, proseguía, «de que Suramérica podría unirse a África,y así sucesivamente… Se afirmaba incluso que las formaciones rocosas de las orillas opuestas del Atlántico se correspondían».

El señor Hapgood desechaba esas ideas tranquilamente, indicando que geólogos como K. E. Caster y J. C. Mendes habían hecho abundante trabajo de campo en ambas costas del Atlántico y habían demostrado, indiscutiblemente, que no existían tales similitudes. Sabe Dios qué rocas examinarían los señores Caster y Mendes, porque, en realidad, muchas de las formaciones rocosas de ambos litorales del Atlántico son las mismas… No son sólo muy parecidas, sino que son idénticas.



No se trataba de una idea con la que estuviesen de acuerdo ni el señor Hapgood ni muchos otros geólogos de su época. La teoría a que aludía Hapgood había sido postulada por primera vez en 1908 por un geólogo aficionado estadounidense, llamado Frank Bursley Taylor. Taylor procedía de una familia acaudalada, disponía de medios y estaba libre de limitaciones académicas, por lo que podía emprender vías de investigación heterodoxas. Era uno de los sorprendidos por la similitud de forma entre los litorales opuestos de África y de Suramérica y dedujo, a partir de esa observación, que los continentes habían estado en movimiento en otros tiempos. Propuso -resultó una idea clarividente- que el choque de los continentes podría haber hecho surgir las cadenas montañosas del planeta. No consiguió aportar pruebas, sin embargo, y la teoría se consideró demasiado estrambótica para merecer una atención seria.Pero un teórico alemán, Alfred Wegener, tomó la idea de Taylor y prácticamente se la apropió. Wegener era un meteorólogo de la Universidad de Marburg. Investigó numerosas muestras de plantas y animales fósiles, que no encajaban en el modelo oficial de la historia de la Tierra, y comprendió que tenía muy poco sentido si se interpretaba de forma convencional. Los fósiles de animales aparecían insistentemente en orillas opuestas de océanos que eran demasiado grandes para cruzarlos a nado. sCómo habían viajado, se preguntó, los marsupiales desde Suramérica hasta Australia? sCómo aparecían caracoles idénticos en Escandinavia y en Nueva Inglaterra? Y, puestos a preguntar, scómo se explicaban las vetas carboníferas y demás restos semitropicales en lugares tan gélidos como Spitsbergen, más de 600 kilómetros al norte de Noruega, si no habían emigrado allí de algún modo desde climas más cálidos?

Wegener elaboró la teoría de que los continentes del mundo habían sido en tiempos una sola masa terrestre que denominó Pangea, donde flora y fauna habían podido mezclarse, antes de dispersarse y acabar llegando a sus emplazamientos actuales. Expuso la teoría en un libro titulado Die Entstehung der Kontinente und Ozeane, o The Origin of Continente and Oceans [El origen de los continentes y los océanos], publicado en alemán en 1912. y en inglés (pese a haber estallado entre tanto la Primera Guerra Mundial) tres años más tarde.

La teoría de Wegener no despertó al principio mucha atención debido a la guerra.Pero, en 1920, publicó una edición revisada y ampliada que se convirtió enseguida en tema de debate. Todo el mundo aceptaba que los continentes se movían… pero hacia arriba y hacia abajo, no hacia los lados. El proceso del movimiento vertical, conocido como isostasia, fue artículo de fe en geología durante generaciones, aunque nadie disponía de teorías sólidas que explicasen cómo y por qué se producía. Una idea que persistió en los libros de texto hasta bien entrada mi época de estudiante era la de la «manzana asada», propuesta por el austriaco Eduard Suess poco antes de fin de siglo. Suess afirmaba que, cuando la Tierra fundida se había enfriado, se había quedado arrugada igual que una manzana asada, formándose así las cuencas oceánicas y las cadenas de montañas. No importaba que James Hutton hubiese demostrado hacía mucho tiempo que cualquier disposición estática de ese género desembocaría en un esferoide sin rasgos en cuanto la erosión alisase los salientes y rellenase los huecos. Estaba también el problema, planteado por Rutherford y Soddy años antes en el mismo siglo, de que los elementos térreos contenían inmensas reservas de calor… demasiado para que fuese posible el tipo de enfriamiento y arrugamiento que proponía Suess. Y, de todos modos, si la teoría de Suess fuese correcta, las montañas estarían distribuidas de modo uniforme en la superficie de la Tierra, lo que claramente no era así; y serían todas más o menos de la misma edad. Sin embargo, a principios de la década de 1900,ya era evidente que algunas cordilleras, como los Urales y los Apalaches, eran cientos de millones de años más antiguas que otras, como los Alpes y las Rocosas. Es indudable que todo estaba a punto para una nueva teoría. Por desgracia, Alfred Wegener no era el hombre que los geólogos querían que la proporcionase.

En primer lugar, sus ideas radicales ponían en entredicho las bases de la disciplina, lo que no suele ser un medio eficaz de generar simpatía entre el público interesado. Un reto de ese tipo habría sido bastante doloroso procediendo de un geólogo, pero Wegener no tenía un historial en geología. Era meteorólogo, Dios santo. Un hombre del tiempo… un hombre del tiempo alemán. Eran defectos que no tenían remedio.

Así que los geólogos se esforzaron todo lo posible por refutar sus pruebas y menospreciar sus propuestas. Para eludir los problemas que planteaba la distribución de los fósiles, postularon «puentes de tierra » antiguos siempre que era necesario. Cuando se descubrió que un caballo antiguo llamado Hipparion había vivido en Francia y en Florida al mismo tiempo, se tendió un puente de tierra que cruzaba el Atlántico. Cuando se llegó a la conclusión de que habían existido simultáneamente tapires antiguos en Suramérica y en el sureste asiático, se tendió otro puente de tierra. Los mapas de los mares prehistóricos no tardaron en ser casi sólidos debido a los puentes de tierra hipotéticos que iban desde Norteamérica a Europa, de Brasil a África, del sureste asiático a Australia,desde Australia a la Antártida… Estos zarcillos conexores no sólo habían aparecido oportunamente siempre que hacía falta trasladar un organismo vivo de una masa continental a otra, sino que luego se habían esfumado dócilmente sin dejar rastro de su antigua existencia. De todo esto, claro, no había ninguna prueba -nada tan erróneo podía probarse-. Constituyó, sin embargo, la ortodoxia geológica durante casi medio siglo.

Ni siquiera los puentes de tierra podían explicar algunas cosas. Se descubrió que una especie de trilobite muy conocida en Europa había vivido también en Terranova… pero sólo en un lado. Nadie podía explicar convincentemente cómo se las había arreglado para cruzar 3.000 kilómetros de océano hostil y no había sido capaz después de abrirse paso por el extremo de una isla de 30o kilómetros de anchura. Resultaba más embarazosa aún la anomalía que planteaba otra especie de trilobite hallada en Europa y en la costa noroeste del Pacífico de América, pero en ningún otro lugar intermedio, que habría exigido un paso elevado más que un puente de tierra como explicación. Todavía en 1964, cuando la Enciclopedia Británica analizó las distintas teorías, fue la de Wegener la que se consideró llena de «numerosos y graves problemas teóricos». Wegener cometió errores, por supuesto. Aseguró que Groenlandia se estaba desplazando hacia el oeste a razón de 1,6 kilómetros por año, un disparate evidente. (El desplazamiento se aproxima más a un centímetro.) Sobre todo no pudo ofrecer ningunaexplicación convincente de cómo se movían las masas continentales. Para creer en su teoría había que aceptar que continentes enormes se habían desplazado por la corteza sólida como un arado por la tierra, pero sin dejar surcos a su paso. Nada que se conociese entonces podía explicar de forma razonable cuál era el motor de aquellos movimientos gigantescos.

Fue el geólogo inglés Arthur Holmes, que tanto hizo por determinar la edad de la Tierra, quien aportó una sugerencia. Holmes fue el primer científico que comprendió que el calentamiento radiactivo podía producir corrientes de convección en el interior de la Tierra. En teoría, dichas corrientes podían ser lo suficientemente fuertes como para desplazar continentes de un lado a otro en la superficie. En su popular manual Principios de geología física, publicado por primera vez en 1944 y que tuvo gran influencia, Holmes expuso una teoría de la deriva continental que es, en sus ideas fundamentales, la que hoy prevalece. Era aún una propuesta radical para la época y fue muy criticada, sobre todo en Estados Unidos, donde la oposición a la deriva continental persistió más que en ninguna otra parte. A un crítico le preocupaba -lo decía sin sombra de ironía- que Holmes expusiese sus argumentos de forma tan clara y convincente que los estudiantes pudiesen llegar realmente a creérselos. En otros países, sin embargo, la nueva teoría obtuvo un apoyo firme aunque cauto. En 1950, una votación de la asamblea anual de la Asociación Británica para elProgreso de la Ciencia, puso de manifiesto que aproximadamente la mitad de los asistentes aceptaba la idea de la deriva continental.6 (Hapgood citaba poco después esa cifra como prueba de lo trágicamente extraviados que estaban los geólogos ingleses.) Es curioso que el propio Holmes dudara a veces de sus convicciones. Como confesaba en 1953: «Nunca he conseguido librarme de un fastidioso prejuicio contra la deriva continental; en mis huesos geológicos, digamos, siento que la hipótesis es una fantasía».

La deriva continental no careció totalmente de apoyo en Estados Unidos. La defendió, por ejemplo, Reginald Daly de Harvard. Pero, como recordarás, él fue quien postuló que la Luna se había formado por un impacto cósmico y sus ideas solían considerarse interesantes e incluso meritorias, pero un poco desmedidas para tomarlas en serio. Y así, la mayoría de los académicos del país siguió fiel a la idea de que los continentes habían ocupado siempre sus posiciones actuales y que sus características superficiales podían atribuirse a causas distintas de los movimientos laterales.

Resulta interesante el hecho de que los geólogos de las empresas petroleras hacía años que sabían que si querías encontrar petróleo tenías que tener en cuenta concretamente el tipo de movimientos superficiales implícitos en la tectónica de placas. Pero los geólogos petroleros no escribían artículos académicos. Ellos sólo buscaban petróleo.

Había otro problema importante relacionado con las teorías sobre la Tierra que nohabía resuelto nadie, para el que nadie había conseguido aportar ni siquiera una solución. sAdónde iban a parar todos los sedimentos? Los ríos de la Tierra depositaban en los mares anualmente volúmenes enormes de material de acarreo (500 millones de toneladas de calcio, por ejemplo). Si multiplicabas la tasa de deposición por el número de años que llevaba produciéndose, obtenías una cifra inquietante: tendría que haber unos veinte kilómetros de sedimentos sobre los fondos oceánicos… o, dicho de otro modo, los fondos oceánicos deberían hallarse ya muy por encima de la superficie de los océanos. Los científicos afrontaron esta paradoja de la forma más práctica posible: ignorándola. Pero llegó un momento en que ya no pudieron seguir haciéndolo.

Harry Hess era un especialista en mineralogía de la Universidad de Princeton, al que pusieron al cargo de un barco de transporte de tropas de ataque, el Cape Jonson, durante la Segunda Guerra Mundial. A bordo había una sonda de profundidad nueva, denominada brazómetro, que servía para facilitar las maniobras de desembarco en las playas, pero Hess se dio cuenta de que podía utilizarse también con fines científicos y la mantuvo funcionando constantemente, incluso en alta mar y en pleno combate. Descubrió así algo absolutamente inesperado: si los fondos oceánicos eran antiguos, como suponía todo el mundo, tenían que tener una gruesa capa de sedimento, como el légamo del fondo de un río o de un lago, pero las lecturas del brazómetro indicaban que en elfondo oceánico sólo había la pegajosa suavidad de limos antiguos. Y que estaba cortado además por todas partes por cañones, trincheras y grietas y salpicado de picachos volcánicos submarinos que Hess denominó guyotes, por otro geólogo anterior de Princeton llamado Arnold Guyot. Todo esto era un rompecabezas, pero Hess tenía por delante una guerra y dejó aparcados al fondo de la mente estos pensamientos.

Después de la guerra, Hess regresó a Princeton y a las tareas y preocupaciones de la enseñanza, pero los misterios del lecho marino siguieron ocupando un espacio en sus pensamientos. Por otra parte, durante la década de 195o, los oceanógrafos empezaron a realizar exploraciones cada vez más complejas de los fondos oceánicos y se encontraron con una sorpresa todavía mayor: la cadena montañosa más formidable y extensa de la Tierra estaba (mayoritariamente) sumergida bajo la superficie. Trazaba una ruta ininterrumpida a lo largo de los lechos marinos del mundo bastante parecida al dibujo de una pelota de tenis. Si partías de Islandia con rumbo sur, podías seguirla por el centro del océano Atlántico, doblar con ella la punta meridional de África y continuar luego por los mares del Sur y el océano Índico y luego por el Pacífico justo por debajo de Australia. Allí continuaba en ángulo, cruzando el Pacífico como si se dirigiese hacia la baja California, pero se desviaba después por la costa oeste de Estados Unidos arriba hasta Alaska. De vez en cuando, sus picos más altos afloraban sobre lasuperficie del agua como islas o archipiélagos (las Azores y las Canarias en el Atlántico, Hawai en el Pacífico, por ejemplo), pero estaba mayoritariamente sepultada bajo miles de brazas de agua salada, desconocida e insospechada. Sumando todos sus ramales, la red se extendía a lo largo de 75.000 kilómetros.

Hacía bastante tiempo que se sabía algo de esto. Los técnicos que tendían cables por el lecho del océano en el siglo XIX habían comprobado que se producía algún tipo de intrusión montañosa, en el camino que recorrían los cables en el centro del Atlántico, pero el carácter continuado y la escala global de la cadena fue una sorpresa desconcertante. Contenía además anomalías físicas que no podían explicarse. En el centro de la cordillera en mitad del Atlántico había un cañón (una fisura o grieta o rift) de 10 kilómetros de anchura que recorría los 19.000 kilómetros de su longitud. Esto parecía indicar que la Tierra se estaba separando en las junturas, como una nuez cuya cáscara se estuviese rompiendo. Era una idea absurda e inquietante, pero no se podía negar lo evidente.

Luego, en 1960, las muestras de la corteza indicaron que el fondo oceánico era muy joven en la cordillera central del Atlántico, pero que iba haciéndose cada vez más viejo a medida que te alejabas hacia el este o el oeste. Harry Hess consideró el asunto y llegó a la conclusión de que sólo podía significar una cosa: se estaba formando nueva corteza oceánica a ambos lados de la fisura central, que iba desplazándosehacia los lados al ir surgiendo esa nueva corteza. El suelo del Atlántico era, en realidad, como dos grandes correas de transmisión, una que llevaba corteza hacia el norte de América y la otra que la desplazaba hacia Europa. El proceso se denominó ensanchamiento del lecho marino.

Cuando la corteza llegaba al final de su viaje en la frontera con los continentes, volvía a hundirse en la Tierra en un proceso denominado subducción. Eso explicaba adónde se iba todo el sedimento. Regresaba a las entrañas de la Tierra. También explicaba por qué los fondos oceánicos eran en todas partes tan relativamente jóvenes. No se había descubierto ninguno que tuviese más de unos 175 millones de años, lo que resultaba desconcertante porque las rocas continentales tenían en muchos casos miles de millones de años de antigüedad. Hess ya podía entender por qué. Las rocas oceánicas duraban sólo el tiempo que tardaban en llegar hasta la costa. Era una bella teoría que explicaba muchas cosas. Hess expuso sus argumentos en un importante artículo, que fue casi universalmente ignorado. A veces el mundo simplemente no está preparado para una buena idea.

Mientras tanto, dos investigadores, trabajando cada uno por su cuenta, estaban haciendo algunos descubrimientos sorprendentes, a partir de un hecho curioso de la historia de la Tierra que se había descubierto varios decenios antes. En 1906, un físico francés llamado Bernard Brunhes había descubierto que el campo magnético del planeta se invierte de cuando en cuando yque la crónica de esas inversiones está registrada de forma permanente en ciertas rocas en la época de su nacimiento. Pequeños granos de mineral de hierro que contienen las rocas apuntaban concretamente hacia donde estaban los polos magnéticos en la época de su formación, quedando luego inmovilizados en esa posición al enfriarse y endurecerse las rocas. Así pues, esos granos «recuerdan» dónde estaban los polos magnéticos en la época de su creación. Esto fue durante años poco más que una curiosidad, pero en los años cincuenta, Patrick Blackett, de la Universidad de Londres, y S. K. Runcorn de la Universidad de Newcastle, estudiaron las antiguas pautas magnéticas inmovilizadas en rocas británicas y se quedaron asombrados, por decir poco, al descubrir que indicaban que en algún periodo del pasado lejano Inglaterra había girado sobre su eje y viajado cierta distancia hacia el norte, como si se hubiese desprendido misteriosamente de sus amarras. Descubrieron además que, si colocaban un mapa de pautas magnéticas de Europa junto a otro de América del mismo periodo, encajaban tan exactamente como dos mitades de una carta rota. Era muy extraño. También sus descubrimientos fueron ignorados.

La tarea de atar todos los cabos correspondió finalmente a dos hombres de la Universidad de Cambridge, un físico llamado Drummond Matthews y un estudiante graduado alumno suyo, llamado Fred Vine. En1963, valiéndose de estudios magnéticos del lecho del océano Atlántico, demostraron de modo concluyente que loslechos marinos se estaban ensanchando exactamente de la forma postulada por Hess y que también los continentes estaban en movimiento. Un desafortunado geólogo canadiense, llamado Lawrence Morley, llegó a la misma conclusión al mismo tiempo, pero no encontró a nadie que le publicase el artículo. El director del Journal of Geophysical Research le dijo, en lo que se ha convertido en un desaire célebre: «Esas especulaciones constituyen una conversación interesante para fiestas y cócteles, pero no son las cosas que deberían publicarse bajo los auspicios de una revista científica seria». Un geólogo describió el artículo más tarde así: «Probablemente el artículo más significativo de las ciencias de la Tierra al que se haya negado la publicación».

De cualquier modo, lo cierto es que la consideración de la corteza móvil era una idea a la que le había llegado al fin su momento.

En 1964, se celebró en Londres bajo los auspicios de la Real Sociedad un simposio, en el que participaron muchas de las personalidades científicas más importantes del campo, y pareció de pronto que todo el mundo se había convertido. La Tierra, convinieron todos, era un mosaico de segmentos interconectados cuyos formidables y diversos empujes explicaban gran parte de la conducta de la superficie del planeta.

La expresión «deriva continental» se desechó con bastante rapidez cuando se llegó a la conclusión de que estaba en movimiento toda la corteza y no sólo los continentes, pero llevó tiempo ponerse de acuerdo en unadenominación para los segmentos individuales. Se les llamó al principio «bloques de corteza » o, a veces, «adoquines». Hasta finales de 1968, con la publicación de un artículo de tres sismólogos estadounidenses en el Journal of Geophysical Research, no recibieron los segmentos el nombre por el que se los conoce desde entonces: placas. El mismo artículo denominaba la nueva ciencia tectónica de placas.

Las viejas ideas se resisten a morir, y no todo el mundo se apresuró a abrazar la nueva y emocionante teoría. Todavía bien entrados los años setenta uno de los manuales de geología más populares e influyentes, The Earth [La Tierra], del venerable Harold Jeffreys, insistía tenazmente en que la tectónica de placas era una imposibilidad física, lo mismo que lo había hecho en la primera edición que se remontaba a 1914. El manual desdeñaba también las ideas de convección y de ensanchamiento del lecho marino. Y John McPhee comentaba en Basin and Range [Cuenca y cordillera], publicado en 1980, que, incluso entonces, un geólogo estadounidense de cada ocho no creía aún en la tectónica de placas.

Hoy sabemos que la superficie terrestre está formada por entre ocho y doce grandes placas (según lo que se considere grande) y unas veinte más pequeñas, y que todas se mueven en direcciones y a velocidades distintas. Unas placas son grandes y relativamente inactivas; otras, pequeñas y dinámicas. Sólo mantienen una relación incidental con las masas de tierra que se asientan sobre ellas. La placanorteamericana, por ejemplo, es mucho mayor que el continente con el que se la asocia. Sigue aproximadamente el perfil de la costa occidental del continente- ése es el motivo de que la zona sea sísmicamente tan activa, debido al choque y la presión de la frontera de la placa-, pero ignora por completo el litoral oriental y, en vez de alinearse con él, se extiende por el Atlántico hasta la cordillera de la zona central de éste. Islandia está escindida por medio, lo que hace que sea tectónicamente mitad americana y mitad europea. Nueva Zelanda, por su parte, se halla en la inmensa placa del océano Índico, a pesar de encontrarse bastante lejos de él. Y lo mismo sucede con la mayoría de las placas.

Se descubrió también que las conexiones entre las masas continentales modernas y las del pasado son infinitamente más complejas de lo que nadie había supuesto. Resulta que Kazajstán estuvo en tiempos unido a Noruega y a Nueva Inglaterra. Una esquina de State Island (pero sólo una esquina) es europea. También lo es una parte de Terranova. El pariente más próximo de una piedra de una playa de Massachusetts lo encontrarás ahora en África. Las Highlands escocesas y buena parte de Escandinavia son sustancialmente americanas. Se cree que parte de la cordillera Shackleton de la Antártida quizá perteneciera en tiempos a los Apalaches del este de Estados Unidos. Las rocas, en resumen, andan de un sitio a otro.

El movimiento constante impide que las placas se fundan en una sola placa inmóvil. Suponiendo que lascosas sigan siendo en general como ahora, el océano Atlántico se expandirá hasta llegar a ser mucho mayor que el Pacífico. Gran parte de California se alejará flotando y se convertirá en una especie de Madagascar del Pacífico. África se desplazará hacia el norte, uniéndose a Europa, borrando de la existencia el Mediterráneo y haciendo elevarse una cadena de montañas de majestuosidad himaláyica, que irá desde París hasta Calcuta. Australia colonizará las islas situadas al norte de ella y se unirá mediante algunos ombligos ístmicos a Asia. Éstos son resultados futuros, pero no acontecimientos futuros. Los acontecimientos están sucediendo ya. Mientras estamos aquí sentados, los continentes andan a la deriva, como hojas en un estanque. Gracias a los sistemas de localización por satélite podemos ver que Europa y Norteamérica se están separando aproximadamente a la velocidad que crece la uña de un dedo… unos dos metros en una vida humana. Si estuvieses en condiciones de esperar el tiempo suficiente, podrías subir desde Los Ángeles hasta San Francisco. Lo único que nos impide apreciar los cambios es la brevedad de la vida individual. Si miras un globo terráqueo, lo que ves no es en realidad más que una foto fija de los continentes tal como fueron durante sólo una décima del 1% de la historia de la Tierra.

La Tierra es el único planeta rocoso que tiene tectónica y la razón de ello es un tanto misteriosa. No se trata sólo de una cuestión de tamaño o densidad (Venus es casi un gemelo de la Tierraen esos aspectos y no tiene, sin embargo, ninguna actividad tectónica), pero puede que tengamos justamente los materiales adecuados en las cuantías justamente adecuadas para que la Tierra se mantenga efervescente. Se piensa -aunque es sólo una idea- que la tectónica es una pieza importante del bienestar orgánico del planeta. Como ha dicho el físico y escritor James Trefil: «Resultaría difícil creer que el movimiento continuo de las placas tectónicas no tiene ninguna influencia en el desarrollo de la vida en la Tierra». En su opinión, los retos que la tectónica plantea (cambios climáticos, por ejemplo) fueron un acicate importante para el desarrollo de la inteligencia. Otros creen que la deriva de los continentes puede haber producido por lo menos algunos de los diversos procesos de extinción de la Tierra. En noviembre del año zooz, Tony Dickson, de la Universidad de Cambridge, escribió un artículo que publicó la revista Science, en que postula resueltamente la posible existencia de una relación entre la historia de las rocas y la historia de la vida. Dickson demostró que la composición química de los océanos del mundo se ha alterado, de forma brusca y espectacular a veces, durante los últimos 500 millones de años, y que esos cambios se corresponden en muchos casos con importantes acontecimientos de la historia biológica: la profusa y súbita irrupción de pequeños organismos que creó los acantilados calizos de la costa sur de Inglaterra, la brusca propagación de la moda de las conchas entrelos organismos marinos en el periodo Cámbrico, etcétera. Nadie ha podido determinar cuál es la causa de que la composición química de los océanos cambie de forma tan espectacular de cuando en cuando, pero la apertura y el cierre de las cordilleras oceánicas serían culpables evidentes y posibles.

Lo cierto es que la tectónica de placas no sólo explicaba la dinámica de la superficie terrestre (cómo un antiguo Hipparion llegó de Francia a Florida, por ejemplo), sino también muchos de sus procesos internos. Los terremotos, la formación de archipiélagos, el ciclo del carbono, los emplazamientos de las montañas, la llegada de las eras glaciales, los orígenes de la propia vida… no había casi nada a lo que no afectase directamente esta nueva y notable teoría. Según McPhee, los geólogos se encontraron en una posición que causaba vértigo, en la que «de pronto, toda la Tierra tenía sentido».

Pero sólo hasta cierto punto. La distribución de continentes en los tiempos antiguos está mucho menos claramente resuelta de lo que piensa la mayoría de la gente ajena a la geofísica. Aunque los libros de texto dan representaciones, que parecen seguras, de antiguas masas de tierra con nombres como Laurasia, Gondwana, Rodinia y Pangea, esas representaciones se basan a menudo en conclusiones que no se sostienen del todo. Como comenta George Gaylord Simpson en Fossils and the History of Life [Fósiles y la historia de la vida], especies de plantas y animales del mundo antiguo tienen por costumbre aparecerinoportunamente donde no deberían y no estar donde sí deberían.

El contorno de Gondwana, un continente imponente que conectaba en tiempos Australia, África, la Antártida y Suramérica, estaba basado en gran parte en la distribución de un género del antiguo helecho lengua llamado Glossopteris, que se halló en todos los lugares adecuados. Pero mucho después se descubrió también el Glossopteris en zonas del mundo que no tenían ninguna conexión conocida con Gondwana. Esta problemática discrepancia fue (y sigue siendo) mayoritariamente ignorada. Del mismo modo, un reptil del Triásico llamado listrosaurio se ha encontrado en la Antártida yen Asia, dando apoyo a la idea de una antigua conexión entre esos continentes, pero nunca ha aparecido en Suramérica ni en Australia, que se cree que habían formado parte del mismo continente en la misma época.

Hay también muchos rasgos de la superficie que no puede explicar la tectónica. - Consideremos, por ejemplo, el caso de Denver. Está, como es sabido, a 1.600 metros de altitud, pero su ascensión es relativamente reciente. Cuando los dinosaurios vagaban por la Tierra, Denver formaba parte del lecho oceánico y estaba, por tanto, muchos miles de metros más abajo. Pero las rocas en las que Denver se asienta no están fracturadas ni deformadas como deberían estarlo si Denver hubiese sido empujado hacia arriba por un choque de placas y, de todos modos, Denver estaba demasiado lejos de los bordes de la placa para que le afecten los movimientos de ésta. Seríacomo si empujases en un extremo de una alfombra con la esperanza de formar una arruga en el extremo opuesto. Misteriosamente y a lo largo de millones de años, parece que Denver ha estado subiendo como un pan en el horno. Lo mismo sucede con gran parte de África meridional; un sector de ella, de 1.600 kilómetros de anchura, se ha elevado sobre kilómetro y medio en un centenar de millones de años sin ninguna actividad tectónica conocida relacionada. Australia, por su parte, ha estado inclinándose y hundiéndose. Durante los últimos cien millones de años, mientras se ha desplazado hacia el norte, hacia Asia, su extremo frontal se ha hundido casi doscientos metros. Parece ser que Indonesia se está hundiendo lentamente y arrastrando con ella a Australia. Nada de todo esto se puede explicar con las teorías de la tectónica.

Alfred Wegener no vivió lo suficiente para ver confirmadas sus ideas.

En 1930, durante una expedición a Groenlandia, el día de su quincuagésimo cumpleaños, abandonó solo el campamento para localizar un lanzamiento de suministros. Nunca regresó. Le encontraron muerto unos cuantos días después, congelado en el hielo. Le enterraron allí mismo y todavía sigue allí, aunque un metro más cerca del continente norteamericano que el día que murió.

Tampoco Einstein llegó a vivir lo suficiente para ver que no había apostado por el caballo ganador. Murió en Princeton, Nueva Jersey, en 1955, antes incluso, en realidad, de que se publicasen las simplezas de Charles Hapgood sobre lasteorías de la deriva continental.

El otro actor principal de la aparición de la teoría de la tectónica, Harry Hess, estaba también en Princeton por entonces y pasaría allí el resto de su carrera. Uno de sus alumnos, un joven muy inteligente llamado Walter Álvarez, acabaría cambiando el mundo de la ciencia de una forma completamente distinta.

En cuanto a la propia geología, sus cataclismos no habían hecho más que empezar, y fue precisamente el joven Álvarez quien ayudó a poner el proceso en marcha.


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